Por Sugel Michelén
El 29 de mayo de 1919 ocurrió un hecho sensacional que habría de cambiar radicalmente nuestra percepción del universo. Las fotografías de un eclipse solar confirmaron la veracidad de una teoría propuesta en 1905 por un judío alemán llamado Albert Einstein: La Teoría de la Relatividad. Hasta ese momento era generalmente aceptada la cosmología newtoniana que afirmaba que la luz viaja en línea recta y que el tiempo y la distancia son absolutos. Pero Einstein demostró que el tiempo y la distancia son relativos y que la luz viaja en línea curva.
Es imposible cuantificar el impacto que esto produjo en todos los órdenes. Si no existen absolutos en el terreno de la física (que creíamos era tan objetivo) ¿por qué tiene que haberlos en el terreno de la moral, por ejemplo? Como bien señala el historiador Paul Johnson: “Era como si el globo rotatorio hubiese sido arrancado de su eje y arrojado a la deriva en un universo que ya no respetaba las normas usuales de medición. A principios de la década de 1920, comenzó a difundirse por primera vez en un ámbito popular la idea de que ya no existían absolutos: de tiempo y espacio, de bien y mal… y sobre todo de valor. En un error quizás inevitable, vino a confundirse la relatividad con el relativismo”.
Aunque Einstein no era un judío practicante, creía en la existencia de normas morales absolutas. Sin embargo, su teoría mal aplicada, conjuntamente con otras influencias que se hicieron sentir con mucha fuerza después de la segunda guerra mundial, hicieron del relativismo la postura filosófica dominante del siglo XX (y no parece que será distinto en el XXI). “Todo es relativo”. He ahí el argumento que pone fin a toda discusión, el credo de una nueva religión que no puede ser cuestionada, a riesgo de ser condenados al ostracismo y al etiquetamiento mordaz de ser cerrados de mente.
En el relativismo, el concepto de “verdad” queda vacío de significado, y la ética deja de ser prescriptiva (“debes hacerlo” / “no debes hacerlo”) para venir a ser puramente emocional y subjetiva (“siento que es correcto” / “me disgusta hacerlo”). Los sentimientos y la voluntad reinan soberanos. Cada cual supone que puede crear su propio código de conducta y de valores, basándose principalmente en sus sentimientos y preferencias.
Esto no sólo plantea un formidable problema moral, sino también filosófico. El relativismo es, en realidad, una teoría absurda y auto contradictoria, ya que niega dogmáticamente todo dogma. Del relativista se puede decir lo que alguien dice del escéptico: proclama “que es verdad que no hay verdad, que nosotros podemos conocer que no podemos conocer, que podemos estar seguros de que no podemos estar seguros, que puedes ser totalmente dogmático acerca del hecho de que no puedes ser dogmático, que existe un absoluto: que no hay absolutos”. El relativismo es insostenible como filosofía y opuesto a la realidad. Existe un eje rotatorio que da coherencia y sentido a todas las cosas creadas: la verdad revelada del Dios que las creó.
Es imposible cuantificar el impacto que esto produjo en todos los órdenes. Si no existen absolutos en el terreno de la física (que creíamos era tan objetivo) ¿por qué tiene que haberlos en el terreno de la moral, por ejemplo? Como bien señala el historiador Paul Johnson: “Era como si el globo rotatorio hubiese sido arrancado de su eje y arrojado a la deriva en un universo que ya no respetaba las normas usuales de medición. A principios de la década de 1920, comenzó a difundirse por primera vez en un ámbito popular la idea de que ya no existían absolutos: de tiempo y espacio, de bien y mal… y sobre todo de valor. En un error quizás inevitable, vino a confundirse la relatividad con el relativismo”.
Aunque Einstein no era un judío practicante, creía en la existencia de normas morales absolutas. Sin embargo, su teoría mal aplicada, conjuntamente con otras influencias que se hicieron sentir con mucha fuerza después de la segunda guerra mundial, hicieron del relativismo la postura filosófica dominante del siglo XX (y no parece que será distinto en el XXI). “Todo es relativo”. He ahí el argumento que pone fin a toda discusión, el credo de una nueva religión que no puede ser cuestionada, a riesgo de ser condenados al ostracismo y al etiquetamiento mordaz de ser cerrados de mente.
En el relativismo, el concepto de “verdad” queda vacío de significado, y la ética deja de ser prescriptiva (“debes hacerlo” / “no debes hacerlo”) para venir a ser puramente emocional y subjetiva (“siento que es correcto” / “me disgusta hacerlo”). Los sentimientos y la voluntad reinan soberanos. Cada cual supone que puede crear su propio código de conducta y de valores, basándose principalmente en sus sentimientos y preferencias.
Esto no sólo plantea un formidable problema moral, sino también filosófico. El relativismo es, en realidad, una teoría absurda y auto contradictoria, ya que niega dogmáticamente todo dogma. Del relativista se puede decir lo que alguien dice del escéptico: proclama “que es verdad que no hay verdad, que nosotros podemos conocer que no podemos conocer, que podemos estar seguros de que no podemos estar seguros, que puedes ser totalmente dogmático acerca del hecho de que no puedes ser dogmático, que existe un absoluto: que no hay absolutos”. El relativismo es insostenible como filosofía y opuesto a la realidad. Existe un eje rotatorio que da coherencia y sentido a todas las cosas creadas: la verdad revelada del Dios que las creó.
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