Por Sugel Michelén
Lo que Dios espera de nosotros es que lleguemos a comprender que tenerle a Él es tenerlo todo, de manera que si aun carecemos de aquello que deseamos, como quiera estaremos contentos.
El problema del codicioso es que Dios no le basta. Él prefiere la prosperidad y los placeres de este mundo. Él es lo que la Biblia llama un mundano. La mundanalidad no se asocia primariamente en la Escritura con cierto estilo de vida específico, sino con una disposición del corazón, una filosofía, una perspectiva de las cosas, que lleva de la mano a vivir cierto estilo de vida (comp. Sal. 17:13-14). Un mundano es aquel que ha hecho de esta vida su porción. Sus deleites provienen de cosas terrenales, lo mismo que su confianza.
Y yo te pregunto, ¿qué puedes decir acerca de ti mismo? La codicia es un pecado muy sutil. Por eso decía Newton que la codicia es un pecado “denunciado y condenado en otros, por multitudes que viven en ese hábito ellos mismos”. Pon a prueba tu corazón. ¿Acaso estás haciendo tesoros en la tierra? Por lo pronto, déjame decirte algo, si no estás atesorando para el cielo, indudablemente lo estás haciendo para este mundo. No hay alternativa.
Y ¿qué significa hacer tesoros en el cielo? En pocas palabras podemos decir que hacer tesoros en el cielo es “hacer en la tierra cualquier cosa cuyos efectos duren por la eternidad” (John Stott; Contracultura Cristiana; Ediciones Certeza, 1984; pg. 176).
Y ahora yo te pregunto, ¿qué es aquello que produce en ti más deleite? ¿Es Cristo y las riquezas de Su gracia? ¿Su cercanía, Su amor, Su cuidado, Sus promesas? ¿O son tus posesiones, tu prestigio, tu capacidad? ¿Cuál es tu tesoro? ¿Qué es lo que más te causa dolor, tus carencias o tus pecados? El codicioso se distingue fácilmente por el descontento. La carencia de las cosas que cree necesitar, o que cree merecer, no lo dejan vivir tranquilo.
Algunas personas dicen: “Yo no soy codicioso; solo aspiro tener lo necesario”. El problema es que no todos nos ponemos de acuerdo en cuanto al significado de la palabra “necesario”, y muchas de las cosas que solemos poner en ese renglón no son en verdad tan “necesarias”.
Pero supongamos que es así, que ciertamente aspiras a tener únicamente lo necesario. Aun así te haré una pregunta: El no poseer esas cosas “necesarias”, ¿te llena de ansiedad, de inconformidad, de descontento? Entonces eres un codicioso. Piper ha definido muy atinadamente la codicia como desear tanto alguna cosa que pierdas tu contentamiento en Dios (John Piper; Future Grace; Multnomah Books, 1995; pg. 221). Eso es codicia.
La codicia y el contentamiento son colocados frente a frente en las Escrituras como cosas opuestas entre sí; donde hay contentamiento no hay codicia, y donde hay codicia no hay contentamiento (comp. 1Tim. 6:6-10; He. 13:5-6). ¿Qué es la codicia? Desear tanto una cosa que no tenemos, al punto de que perdamos nuestro contentamiento en Dios. Es por eso que lo único que puede preservar nuestras almas de caer en este pecado es valorar las cosas celestiales en su justo valor, vivir activa y conscientemente haciendo tesoros en el cielo.
De Moisés dice la Escritura que menospreció las riquezas de Egipto, y el prestigio de ser llamado hijo de la hija de Faraón, ¿sabes por qué? Porque tuvo por mayores riquezas el vituperio de Cristo, y nunca quitó su vista del galardón celestial.
¿Se puede decir eso de ti? Examina en qué estás empleando tu tiempo, tu dinero; examina la naturaleza de tus pensamientos, la esencia de tus conversaciones. ¿En qué sueñas cuando sueñas despierto? ¿Cómo ser más útil en el reino de Dios o cómo incrementar tu vida de piedad, tu madurez espiritual? ¿Es ese el anhelo dominante de tu corazón?
Quiera el Señor concedernos honestidad al evaluar estas cosas, porque sólo así podremos traer nuestros pecados delante del trono de la gracia, no sólo para ser perdonados, sino también para ser capacitados por el mismo Dios para vivir el tiempo que nos resta en este mundo, “no mirando las cosas que se ven, sino las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2Cor. 4:18).
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