Por Sugel Michelén
En 1793 Madame Roland, heroína de la Revolución Francesa, fue decapitada en la Plaza de la Concordia. Cuenta la historia que el día de su ejecución, al encontrarse ante la estatua de la Libertad colocada justo en frente de la guillotina, pronunció estas famosas palabras: “¡Oh libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. La revolución que esta mujer había apoyado con pasión, cual Saturno que devora a sus propios hijos, finalmente se volvió contra ella.
Estas palabras atribuidas a Roland constituyen una advertencia perenne del enorme peligro que encierra la falsa libertad. Son muchos los crímenes que se han cometido y se siguen cometiendo en nombre de una libertad desfigurada, mal comprendida, mal aplicada. ¿Es acaso libertad el que echemos por tierra los parámetros morales establecidos por el Creador en Su Palabra y con los cuales podemos distinguir el bien del mal? ¿Es en verdad necesario que neguemos los valores absolutos para llegar a ser genuinamente libres?
La sociedad sólo funciona adecuadamente en la medida en que la ley moral de Dios es respetada y obedecida. ¿Cómo serían las cosas si todos honráramos y obedeciéramos a las autoridades superiores: los hijos a los padres, los alumnos a los maestros, los ciudadanos al gobierno civil? ¿Cómo funcionaría la sociedad si no hubiese homicidas y pudiésemos estar seguros en cualquier lugar, a cualquier hora de la noche? ¿Si nadie cometiera adulterio ni hubiese hogares rotos? ¿Si no tuviésemos que proteger nuestras propiedades por temor de los ladrones? ¿Si nadie mintiera? ¿Si nadie sintiera envidia de los demás ni codiciara sus posesiones?
Algunos pensarán que es iluso esperar que las cosas sean así y tienen razón. El hombre en su pecado no puede llenar la medida de la ley moral de Dios; pero el problema no está en la ley sino en el hombre. La ley es un buen capitán, pero la naturaleza humana es un mal soldado. Por eso el Hijo de Dios se hizo Hombre, murió en una cruz y resucitó al tercer día: para redimirnos de nuestra esclavitud de modo que podamos libremente obedecer la voluntad de Dios; no con una obediencia perfecta, imposible en esta vida, pero sí genuina y creciente.
Es la verdad la que nos hace libres, no la ausencia de reglas; y la verdad se encarnó en nuestro Señor Jesucristo, por cuya fe el hombre es perdonado, libertado del pecado y hecho heredero de la vida eterna. A quien Él libertare será verdaderamente libre (Juan 8:36).
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martes, 23 de junio de 2009
“¡Oh libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”
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