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jueves, 11 de junio de 2009

Hombres de Convicciones


Por Sugel Michelén

En las Olimpíadas de París de 1924 ocurrió un hecho inusual que se dio a conocer ampliamente gracias a la película “Carros de Fuego” que ganó varios premios cinematográficos hace unos años atrás. El corredor escocés Eric Liddell se había estado entrenando para correr la carrera de los 100 metros, y comentaristas de toda Gran Bretaña lo daban por seguro ganador en ese renglón. Pero unos meses antes de las Olimpíadas Eric Liddell se enteró de que las eliminatorias de los 100 metros iban a ser en domingo, y como él era cristiano se negó rotundamente a violar el día del Señor participando en esa competencia.

Él estaba convencido por la Escritura que el domingo debía ser dedicado a la adoración a Dios en una forma especial, y que no debía competir en ese día.

Cuando se dio a conocer la noticia de que él no correría por esa razón muchos se quedaron estupefactos, y aún aquellos que le admiraban como atleta lo calificaron de loco. Pero Liddell no estaba dispuesto a negociar sus principios e ir en contra de su conciencia. Tampoco aceptó participar en las carreras de relevo, para las que ya había calificado, porque las eliminatorias también eran en domingo.

Finalmente aceptó el reto de correr la carrera de los 400 metros para lo que no tenía mucha experiencia, y no solo ganó el primer lugar, sino que de paso estableció un récord mundial recorriendo la distancia en 47.6 segundos. Su competidor más cercano quedó 5 yardas detrás de él. Dios honró la integridad de este hombre que no estuvo dispuesto a ceder ante la presión de las autoridades olímpicas, ni de la prensa, ni del público en general, porque estaba convencido de que era necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.

Un detalle interesante de esta historia es que ese domingo en que se llevaron a cabo las eliminatorias de los 100 metros y de las carreras de relevo, Eric Liddell estaba predicando la Palabra de Dios en una iglesia de París. No solo no corrió ese día, sino que allí en Francia, en medio de las Olimpíadas, él estaba donde debía estar: adorando a Dios junto al pueblo de Dios. Terminó su vida como misionero en la China donde fue apresado e internado en el campo de prisioneros de Weishien; falleció en 1945 de un tumor cerebral.

Si hay algo que la iglesia de Cristo necesita en estos días son hombres con esa clase de determinación y coraje, hombres que no estén dispuestos a violentar sus conciencias sin importar el precio que tengan que pagar por ello. Como bien señala el pastor John MacArthur: “Hay una gran falta en la iglesia hoy de hombres que se aferren a sus convicciones. Muchos que se llaman cristianos se ufanan de sus normas morales y alaban su recto carácter, pero abandonan sus convicciones cuando hacer concesiones resulta más beneficioso y oportuno” (El Poder de la Integridad; pg. 27). Las convicciones no son convicciones si estamos dispuestos a sacrificarlas para evitar problemas.

Cuando Martín Lutero fue llamado a la Dieta de Worms delante del emperador Carlos V y su hermano Fernando, delante de seis electores, 28 duques, 11 marqueses, 30 obispos, unos 200 príncipes y señores, y más de 5,000 concurrentes, y se le pidió que se retractara de todo cuanto había escrito, Martín Lutero pronunció estas famosas palabras: “Si no me convencen con testimonios sacados de las Sagradas Escrituras, o con razones evidentes y claras, de manera que quedase convencido y mi conciencia sujeta a esta Palabra de Dios, yo no quiero ni puedo retractar nada, porque no es bueno ni seguro para un cristiano obrar contra lo que dicta su conciencia. Heme aquí; no puedo hacer otra cosa; que Dios me ayude. Amén”.

Lutero estaba desafiando en ese momento a los dos hombres más poderosos de la tierra en aquellos días: al papa y al emperador, y todo por no violar su conciencia. Que el Señor nos ayude a seguir tras los pasos de hombres como estos que estando sujetos a pasiones iguales que las nuestras, en dependencia del Espíritu de Dios, se mantuvieron aferrados a sus convicciones sin importar el costo.

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