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viernes, 7 de agosto de 2009

El Jardín es la Diferencia


Por Sugel Michelén

Uno de los filósofos ateos más importantes del siglo XX fue, sin duda alguna, Anthony Flew, el cual hace unos años renegó de su ateísmo, aunque sin abrazar aún el cristianismo (su testimonio fue publicado en el libro There Is a God: How the World's Most Notorious Atheist Changed His Mind – Dios Existe: Cómo el Más Famoso Ateo del Mundo Cambió su Mente).

Cuando todavía era ateo, Flew compuso la siguiente parábola. Dos exploradores se internan en una zona remota, lejos de la civilización, cuando se topan repentinamente con un maravilloso jardín con hileras de flores simétricas y plantas muy bien cuidadas. Uno de ellos está convencido que debe haber un jardinero cerca de allí, el otro lo niega. Así que deciden armar su campamento y esperar a ver si el jardinero aparece, pero éste nunca llega.

El creyente propone la posibilidad de que el jardinero sea invisible. Los exploradores, entonces, rodean el jardín con una valla de alambre electrificado, pero nada ocurre. “Tal vez el jardinero no sólo sea invisible, sino también incorpóreo”, dice el creyente; a lo que el escéptico responde: “¿Qué diferencia hay entre un jardinero invisible e intangible y uno imaginario?”

Para él da lo mismo que el jardinero no pueda verse a que sea inexistente. Pero existe una gran diferencia entre algo que no puede verse de algo que sencillamente no existe. Como bien señala el teólogo R. C. Sproul: “La diferencia es el jardín. La presencia de un jardín cuidado, mantenido y cultivado con inteligencia es algo que no podemos encontrar sin un jardinero. El jardín da testimonio tanto de la presencia como del poder del jardinero”.

¿Cómo fue creado el universo? ¿De dónde surgió la vida? ¿Hay algún propósito y significado en todo cuanto existe? Los cristianos respondemos con las primeras palabras del Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”.

Pero el ateo niega de plano esa posibilidad; él presupone que de alguna manera misteriosa la materia comenzó a evolucionar desde las formas más simples hasta las más complejas en un proceso que duró millones y millones de años y en el que no intervino ninguna razón inteligente; algo puramente casual y accidental.

Y muchos creen que esta es la explicación más racional que tenemos a la mano sobre el origen de la vida; todo lo demás es pura creencia religiosa sin base. Sin embargo, lo cierto es que la teoría de una evolución casual debe ser aceptada por fe como cualquier otro postulado religioso. Nadie puede probar científicamente que el universo se hizo sólo, sin la intervención de un Ser inteligente.

L. T. More, paleontólogo de la Universidad de Chicago, dice: “Mientras más estudiamos paleontología, más certeza tenemos de que la evolución descansa en la fe solamente; exactamente la misma clase de fe que es necesario tener cuando consideramos los grandes misterios de la religión”.

Y ¡cuán profundamente repercute esta creencia en el hombre! El punto de vista que asumimos respecto al origen del universo determina el sentido que damos a la vida y cómo debe ser vivida. Sin un Creador inteligente la vida no tiene sentido ni una base racional para los valores morales y éticos.

Mientras tanto el jardín sigue allí, como una evidencia muy poderosa de la presencia y capacidad del Jardinero. La vida humana tiene significado porque Dios nos creó con el propósito de que vivamos para Él y conforme a Sus criterios.

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