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miércoles, 3 de marzo de 2010

La bondad y la severidad de Dios

En el conocidísimo pasaje de 1Juan 4:8, el apóstol Juan declara que “Dios es amor”. No dice simplemente que Dios puede amar, o que Él ejerce constantemente Su amor de muchísimas maneras, sino que el amor es la esencia de Su Ser, de Su naturaleza, de tal manera que no podemos concebirlo sin amor.

Como ha dicho un teólogo: “El amor permea de tal manera Su carácter que éste define lo que Él real y esencialmente es. Él nunca podría abandonar Su disposición a dar y ser bueno, porque esto es integral a Su ser. El amor caracteriza tan completamente la naturaleza de Dios que ésta excluye hasta el último gramo de egoísmo de Sus pensamientos y acciones.”

Ahora bien, en esa misma epístola, Juan nos dice que Dios es luz (1Juan 1:5), es decir, que Su carácter también es completamente permeado por Su pureza moral. Así como no podemos concebir a Dios sin amor tampoco podemos concebirlo sin santidad.

Su santidad y Su amor actúan sincronizadamente, como las alas de un ave en perfecto vuelo. Dios no deja de ser santo para poder amar, ni deja de amar para poder ser santo.

Él es perfecto en amor y perfecto en santidad. O para ponerlo de otro modo, Él ama con un amor perfectamente santo. De manera que el amor y la santidad de Dios no son atributos que se oponen entre sí, como tampoco se oponen en el ser de Dios el amor y la justicia. Dios es amor, pero es al mismo tiempo un Dios justo que castiga justamente el pecado de Sus criaturas.

Por eso Pablo nos exhorta en Rom. 11:22 a poner atención a la bondad y severidad de Dios.

Muchas personas no pueden entender cómo un Dios de amor puede ser al mismo tiempo un Dios que castiga a los pecadores. Pero la ira de Dios no es incompatible en absoluto con Su amor, sino que emana de Su amor.

Alguien que ame a los niños no puede permanecer indiferente ante aquellos que les hacen daño. Pues de la misma manera el amor de Dios le lleva a oponerse con todo Su ser al pecado que daña y destruye al hombre que Él creó a Su imagen y semejanza.

Un Dios indiferente que no se aíra ante el pecado no puede ser un Dios de amor. Esto lo vemos claramente ilustrado en la cruz del calvario; allí la justicia de Dios quedó plenamente satisfecha y Su amor quedó demostrado de la forma más sublime: Dios el Hijo, siendo inocente, cumplió la sentencia merecida por pecadores culpables, para poder otorgarles libremente perdón y vida eterna sin pasar por alto la justicia divina.

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).


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