Misión del Blog

Proclamar el señorío de Jesucristo sobre todos los aspectos de la cultura

viernes, 26 de febrero de 2010

Testimonio de Ika de Peña y predicación del pastor Marcos Peña

Para aquellos que deseen escuchar el testimonio de nuestra hermana Ika de Peña, en su lucha contra el cáncer, así como la predicación de la Palabra de parte de su esposo, el pastor Marcos Peña sobre cómo debemos afrontar este tipo de situaciones, pueden hacerlo aquí.

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La predicación es la comunicación de un mensaje extraído de las Sagradas Escrituras a través de una exégesis cuidadosa

Por encima de todas las cosas, predicar es exponer fielmente un mensaje que ha sido extraído de las Escrituras. Eso es evidente por la naturaleza misma del ministerio al que Dios nos ha llamado.

Los ministros son heraldos de Dios, y la función de un heraldo no es alcanzar notoriedad o popularidad. Tampoco ha sido llamado a ser original o a dar su opinión personal con respecto a un asunto.

Su rey ha puesto un mensaje en su boca, y él debe proclamarlo tal como le fue confiado, independientemente de la reacción que ese mensaje pueda provocar en los que escuchan.

Es por eso que en el mundo antiguo al heraldo se le requerían dos cosas: la primera era tener buena voz; la segunda era un carácter confiable. Su gobernante debía tener la certeza de que transmitiría fielmente el mensaje que se le había confiado.

Comp. 1Cor. 4:1-2. Lo que se requiere de los administradores no es que sean hallados populares u originales, sino fieles. Desviarse del mensaje que se les había confiado era tomado como una infidelidad (2Tim. 3:14 – 4:2; comp. 2Tim. 1:13 y 2:15).

El ministro del evangelio debe estar seguro de que en verdad está entregando el mensaje de la Biblia, no porque cita un texto aquí y otro allá que parecen apoyar sus ideas, sino porque a través de un estudio diligente y una exégesis cuidadosa, este hombre ha desentrañado el verdadero significado del pasaje bíblico (o los pasajes) que está exponiendo.

Pedro dice en 1P. 4:11: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios”. Si tu don es el de predicar, asegúrate de que lo que estás transmitiendo es lo que Dios dice en Su Palabra. Tu sermón debe ser extraído del texto y toda la predicación debe estar saturada de la Escritura.

Es por eso que la predicación ha sido definida como “la proclamación, explicación y aplicación de la Palabra de Dios”. Se puede citar la Escritura y no proclamar la Escritura.

Muchos usan la Biblia como un trampolín; citan un texto y de inmediato saltan a dar sus opiniones personales, o apoyan sus opiniones en algunos textos de la Biblia que usualmente son citados fuera de contexto y que no significan eso.

Por eso, antes de colocarnos detrás del púlpito debemos estar seguros, hasta donde tal cosa sea posible para nosotros, de que hemos entendido lo que el Espíritu Santo reveló en el pasaje o los pasajes que vamos a exponer; debemos asegurarnos de que el mensaje que vamos a entregar es la voluntad de Dios, tal como ha sido revelada en las Sagradas Escrituras.

De Cristo se dice en Jn. 3:34: “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla”. Y en Jn. 7:16-18 el Señor dice de Sí mismo: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta. El que habla por su propia cuenta, su propia gloria busca”.

Aquel que se limita a expresar sus propias opiniones está buscando su propia gloria; pero el que busca la gloria de Dios se preocupará por proclamar las opiniones de Dios.

“Muchas cosas tengo que decir y juzgar de vosotros; pero el que me envió es verdadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo” (Jn. 8:26-27). Lo que el Señor Jesucristo enseñó y predicó no era otra cosa que la mente del Padre.

“Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así pues, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho” (Jn. 12:49-50).

Si nuestro Señor Jesucristo, el Dios encarnado, se cuidó de decir lo que había oído del Padre, ¡cuánto más nosotros! Al colocarnos detrás del púlpito o al asumir la postura de maestros de la Palabra en cualquier otro contexto, debemos poder decir exactamente lo mismo: “Yo no hablo por mi propia cuenta, estoy enseñando lo que aprendí de Dios al escudriñar Su Palabra”.

El hombre que sube a un púlpito a compartir sus propias ideas, a hablar de política, o de las últimas técnicas sicológicas para una vida plena y feliz, o a entretener a las personas con una charla amena, o a manipularlas con unas cuantas historias tristes, está completamente fuera de lugar, y lo que es aún peor, se expone al juicio de Dios por su infidelidad.

Si hay algo que la iglesia de nuestra generación necesita con urgencia son predicadores que se dediquen en cuerpo y alma a interpretar, explicar y aplicar las Sagradas Escrituras. La debilidad de la iglesia en nuestra generación se debe en gran medida a la debilidad de sus púlpitos.

Walter Kaiser dice lo siguiente al respecto: “No es secreto que la iglesia de Cristo carece por completo de buena salud en muchos lugares del mundo. Han venido languideciendo debido a que ha sido alimentada, como se diría en términos contemporáneos, con ‘comida chatarra’; le han servido toda clase de sustitutos no naturales y preservativos artificiales que no alimentan de verdad. Como resultado, la desnutrición teológica y bíblica ha afligido a la misma generación que dio pasos agigantados para asegurar que su salud física no sea perjudicada por el consumo de alimentos o productos carcinógenos o que de cualquier manera sean nocivos para sus cuerpos físicos. De forma simultánea, una hambruna espiritual a escala global que ha venido como resultado de la ausencia de una publicación genuina de la Palabra de Dios… continúa su avance indiscriminado y casi indomable en gran parte de los dominios de la iglesia” (Walter Kaiser; cit. por MacArthur; Tito; pg. 28-29).

¡Oh, que Dios levante hombres fieles que llenen los púlpitos de muchas iglesias, ocupados hoy por usurpadores! Debemos rogar al Señor de la mies que envíe buenos obreros a su mies.

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.
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jueves, 25 de febrero de 2010

¿Qué es predicación?

En el día de ayer hablamos sobre las características de un buen sermón. Hoy quiero enfocar el acto de la predicación. Este tema puede parecer irrelevante a algunos, porque la predicación ha sido siempre una actividad común en las iglesias cristianas; pero no creo que debamos dar por sentado, al menos no en estos tiempos, que lo que muchos entienden por “predicación” es a lo que la Biblia llama predicación.

Por ejemplo, ¿existe alguna diferencia entre dar una clase de Escuela Dominical o impartir una cátedra y predicar un sermón? Yo creo que existe una diferencia, y más aún, creo que es vital que podamos distinguir una cosa de la otra si queremos cumplir fielmente la encomienda que el Señor nos ha dado como ministros del nuevo pacto.

Pero ¿cómo distinguir una cosa de las otras? Bueno, debo decir de entrada que la predicación es una actividad compleja, más fácil de identificarla que de definirla.

En cierto en que me preparaba para compartir este tema en una conferencia pastoral, encontré para mi sorpresa que pocos libros de homilética intentan definir la predicación.

Definen lo que es un sermón, describen ampliamente sus partes y características, hablan incluso del acto de predicar, y en algunos casos extensamente, pero pocos se detienen a definir lo que es predicación.

En cierta ocasión el Dr. Martin Lloyd-Jones dictó una conferencia a un grupo de estudiantes, titulada precisamente ¿Qué es predicación? Y en la introducción de su conferencia este gran predicador del siglo XX, quizás uno de los que más exaltó la predicación como la labor central del ministro, dijo lo siguiente:

“Siempre he encontrado extremadamente difícil hablar acerca de este tema en particular, porque es uno de esos asuntos acerca de los cuales yo personalmente encuentro… imposible de tabular en mi mente y de ponerlo en orden. He estado luchando con esta pregunta por los últimos 40 años y no creo estar más cerca de una solución de lo que estaba al principio. Quizás estoy incluso más lejos” (Knowing the Times; pg. 258).

Y otro autor dijo lo siguiente: “Es difícil definir la predicación, ya que se trata de una actividad compleja y de amplísimas dimensiones” (J. M. Martínez; Ministros de Jesucristo; vol. 1; pg. 102).

A la luz de esta realidad, quiero aclarar que no pretendo de ningún modo dar una definición conclusiva y exhaustiva de lo que es predicar la Palabra; pero creo que podremos dar una idea aproximada de eso que ocurre cuando el predicador se coloca detrás del púlpito para dirigirse a la congregación en el nombre de Dios.

Luego de luchar un tiempo con esta pregunta, y luego de consultar algunos libros de homilética del pasado y del presente, propongo la siguiente definición:

“Predicación es la comunicación en forma de discurso oral de un mensaje extraído de las Sagradas Escrituras a través de una exégesis cuidadosa, transmitido con autoridad, convicción, denuedo, pasión, urgencia y compasión, a través de toda la personalidad de un hombre llamado y calificado por Dios, bajo la influencia y el poder del Espíritu Santo, con el fin de suplir las necesidades de un auditorio”.

Lo que quiero hacer a partir de ahora es tomar esta definición y dividirla en sus partes constitutivas, para desarrollarlas una por una en entradas sucesivas que espero sean de ayuda para aquellos que se dedican a esta sagrada labor regularmente.

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.
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miércoles, 24 de febrero de 2010

¿Cuáles son las características de un buen sermón?


Supongo que muchos estarán de acuerdo conmigo en que la buena predicación no es precisamente lo que distingue el evangelicalismo moderno. Domingo tras domingo miles de personas acuden a las iglesias a participar del culto de adoración, donde la predicación de las Escrituras debe ocupar el lugar central; pero lamentablemente muchos regresan a sus casas sin haber sido debidamente alimentados. En muchos casos, porque la predicación ha dejado de ocupar el lugar central del culto; en muchos otros, porque la predicación en sí ha sido deficiente.

Es ese último aspecto el que quiero tocar en esta entrada: ¿Cuáles son las características que hacen que un sermón sea un sermón, y más aun, un buen sermón?

En primer lugar, su contenido es el mensaje de la Palabra de Dios.

Un sermón, por encima de todas las cosas, es una exposición fiel del mensaje contenido en el texto o pasaje de las Escrituras que está siendo expuesto. Recuerden, amados hermanos, cuál es nuestra identidad. Nosotros somos embajadores y heraldos del Dios de los cielos, y la función del heraldo no es otra que la de transmitir con fidelidad la mente de su Rey.

Es por eso que en el mundo antiguo se requerían dos cosas para ser un buen heraldo: la primera, obviamente, era tener buena voz; la segunda, un carácter confiable. El rey debía estar seguro de que podía confiar en esa persona como un transmisor fiel del mensaje que se le había encomendado (comp. 1Cor. 4:1-2). Esa es la encomienda de Pablo a Timoteo: “Predica la Palabra” (1Tim. 4:2).

Ahora bien, cuando hablamos de predicar la Palabra lo que queremos decir no es simplemente que debemos abstenernos de predicar de otro libro que no sea la Biblia. No se trata únicamente de que el ministro verdadero no predica el contenido del Corán, o del Libro del Mormón, o de los escritos de Elena G. de White. Se supone que ningún ministro del evangelio hará tal cosa.

Pero lo que queremos enfatizar es que el ministro del evangelio debe estar seguro de que en verdad está entregando el mensaje de la Biblia; no porque cita un texto aquí y otro allá que parecen apoyar sus ideas, sino porque a través de un estudio diligente, y una exégesis cuidadosa, de las Escrituras este hombre se ha esforzado en desentrañar el verdadero significado del texto, pasaje o tema bíblico que está exponiendo (y todo eso, obviamente, en dependencia del Espíritu de Dios).

En segundo lugar, un sermón se distingue porque posee unidad.

La unidad es una característica esencial del sermón. El predicador no es un comentario bíblico ambulante. Es el portavoz de un mensaje. Y esta distinción es de suprema importancia.

Algunos entienden que predicar es lo mismo que comentar un pasaje de las Escrituras, explicando lo que significa el vers. 1, y luego el 2, y el 3, y así sucesivamente. Pero eso no es un sermón, eso es un comentario bíblico hablado.

Un sermón es un mensaje, un mensaje que extraemos de las Escrituras a través de un trabajo exegético concienzudo y que transmitimos a través de la predicación.

Ese mensaje tiene sus partes, sus divisiones, variedad en las ideas; pero todas sus partes, divisiones e ideas conforman un todo. Y es a ese “todo” que llamamos el sermón.

Por eso alguien ha dicho que el sermón debe ser como una bala y no como una munición. La munición se abre en muchos fragmentos, mientras que el sermón va dirigido hacia un objetivo en particular. Cuando un sermón carece de unidad es posible que algunas frases sueltas tengan cierto efecto en la mente de algunos, pero el sermón como tal probablemente no será muy eficaz.

En tercer lugar, un buen sermón es posee orden.

El orden de una exposición es muy importante para que pueda ser entendida y recordada por aquellos que nos escuchan. Nuestro Dios es un Dios de orden, y Él nos hizo de tal manera que captamos mejor las cosas cuando son presentadas en una forma ordenada y secuencial.

Si yo comienzo a contar (1, 2, 3, 4) todos esperan que yo siga con el 5, no con el 16. O si digo “a, b, c” nadie espera que salte a la “r”. Dios nos hizo así; nos dio una mente que capta mejor las cosas cuando son presentadas en un orden lógico.

Si queremos informar el entendimiento de nuestros oyentes debemos presentar el material bíblico en un orden lógico. Traer delante de la congregación un montón de pensamientos desordenados sobre un mismo asunto, por más buenos que sean, no le hará mucho bien al auditorio. El efecto que puede producir un ejército, no es el mismo que produce una turba.

Debemos dividir nuestros sermones en encabezados que sean fácilmente recordados, y arreglar nuestro material de tal manera que nuestras ideas y argumentos sigan uno al otro en una forma natural y fluida.

Dice Lloyd-Jones al respecto: “Debe haber progresión en el pensamiento… cada uno de (los) puntos (del sermón) no es independiente, ni tampoco del mismo valor que los demás. Cada uno es parte del todo y en cada uno debes avanzar y llevar el asunto más allá. No estás simplemente diciendo la misma cosa un número de veces, estás apuntando hacia una conclusión” (Preaching and Preachers; pg. 77).

Tomen la carta de Pablo a los Romanos, por ejemplo. Allí el apóstol Pablo desglosa el contenido del evangelio, y podemos ver en su presentación que él va siguiendo un orden (y lo mismo vemos en el resto de las cartas del NT).

Debemos presentar las Escrituras en una forma ordenada. Eso no solo será de gran ayuda para el predicador, porque recordará su bosquejo más fácilmente y podrá presentar sus argumentos en una forma más convincente, sino que será de gran ayuda para los que escuchan.

Alguien dijo una vez que una buena prueba que todo predicador debe hacerse para saber si tiene un sermón bien arreglado y ordenado, es ver si puede recordar de memoria, al menos los puntos principales del sermón. Si él no puede recordarlos, luego de haber estado una semana completa trabajando en él, ¿cómo quiere que la congregación lo recuerde luego?

En cuarto lugar, un buen sermón se caracteriza por su simplicidad.

A menos que seamos simples en nuestros sermones nunca seremos entendidos, y si no somos entendidos no podremos hacer ningún bien a las almas de aquellos que escuchan.

Debemos hacernos entender, y eso no es una tarea fácil. Un siervo de Dios del pasado dijo con mucha razón: “Hacer que las cosas fáciles parezcan difíciles es algo que cualquiera puede llevar a cabo; pero hacer que las cosas difíciles parezcan fáciles es el trabajo de un gran predicador”.

Debemos proclamar el mensaje en una forma tal que todos puedan entendernos. El mensaje de la Palabra de Dios debe ser, para la mayoría de nuestros oyentes, claro y diáfano como la luz del medio día.

En quinto lugar, el sermón debe ser relevante, aplicativo y persuasivo.

La finalidad de un sermón no es únicamente informar el entendimiento, sino persuadir al auditorio a la acción. Los oyentes deben ver cómo se aplica esa verdad que está siendo expuesta en su diario vivir.

La aplicación en el sermón es como la dirección de una carta. Si no escribimos la dirección en el sobre, no importa cuán bueno y edificante sea su contenido no llegará a su destino. Y ¿cuál es el destino al que está supuesto a llegar el sermón? A todo el hombre, no solo a su mente, o a su voluntad o a sus emociones. Predicamos a todo el hombre.

Mover a un individuo a la acción sin informar su mente es mera manipulación. Pero informar la mente sin clarificar al auditorio qué hacer con esa verdad, y sin persuadirles a obedecer, es puro intelectualismo.

Algunos predicadores entienden que su responsabilidad se limitar a explicar la verdad, y que entonces deben dejar que los creyentes saquen sus propias conclusiones movidos por el Espíritu Santo.

Pero eso no es lo que vemos en las Escrituras. Noten cómo predicaba Cristo. Se dirigía a los hombres en segunda persona (comp. Mt. 5:11, 12, 13, 14); con instrucciones precisas (6:1, 2); con un marcado énfasis en cómo llevar esto a la práctica (6:6, 9); y concluye con un llamado claro y persuasivo (7:13-14, 15, 21, 24). ¿Cuál fue el resultado?: todos se maravillaban de su doctrina porque les hablaba con autoridad (Mt. 7:28).

Que Dios nos ayude a ser portavoces fieles de Su mensaje, pero que nos conceda también poder hablar palabras sazonadas con sal para que el mensaje sea efectivo en la mente y corazón de los que escuchan, y todo eso únicamente para la gloria de Dios y el bien de las almas.

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.
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martes, 23 de febrero de 2010

La teología de Arminio en lo tocante al libre albedrío y la predestinación

Arminio rechazó enfáticamente el pelagianismo en lo tocante a las consecuencias del pecado de Adán en su descendencia. Hablando acerca del hombre en su estado caído, Arminio declara que su libre albedrío en lo que respecta al verdadero Dios, no sólo se encuentra “herido, mutilado, enfermizo, debilitado; sino que también ha sido hecho cautivo, destruido y perdido”; de tal manera que el libre albedrío humano es totalmente inútil “a menos que sea asistido por la gracia”.

Según Arminio, debido al oscurecimiento del entendimiento y la perversidad del corazón, el hombre ha quedado en un estado de impotencia moral. “La voluntad del hombre no es libre de hacer ningún bien a menos que sea… libertada por el Hijo de Dios a través del Espíritu de Dios.”

Más aún, para manifestar su completo acuerdo con Agustín, Arminio comenta lo siguiente acerca del texto de Juan 15:5: “Separados de mí nada podéis hacer”: “Después de haber meditado diligentemente en cada una de las palabras de este pasaje, Agustín comenta de esta forma: ‘Cristo no dice, Sin mi sólo pueden hacer poco; tampoco dice, Sin mí no podréis hacer ningún trabajo arduo, ni tampoco Sin mí haríais las cosas con dificultad: Sino que dice, Sin mí nada podéis hacer’”.

En cuanto a esto, Arminio parece estar de acuerdo con Agustín, Lutero y Calvino. De hecho, Arminio tenía en muy alta estima los comentarios de Calvino y su Institución de la Religión Cristiana (él recomendaba a sus estudiantes hacer un amplio uso de los comentarios de Calvino).

El punto controversial radica en el hecho de que Arminio enseñaba que, aunque la gracia de Dios es necesaria para la salvación, no asegura la salvación de nadie; en otras palabras, la gracia es una condición necesaria, pero no suficiente.

Arminio declara: “Toda persona no regenerada posee una voluntad libre, y la capacidad de resistir al Espíritu Santo, de rechazar la gracia de Dios que le es ofrecida, de menospreciar el consejo de Dios contra sí mismos, de rehusar aceptar el Evangelio de la gracia, y de no abrirle a aquel que toca la puerta de su corazón”.

De modo que si el pecador no responde al llamado, la culpa es enteramente suya (en eso todos estamos de acuerdo); pero ¿qué si acepta? En otras palabras ¿quién es, a final de cuentas, el que tiene la decisión de la salvación en sus manos? Por implicación, según Arminio la salvación depende, en última instancia, de la decisión humana y no de la soberanía de Dios. La gracia de Dios es una condición necesaria para la salvación, pero no es una condición suficiente.

Arminio intenta aclarar su posición teológica a aquellos que le adversan con esta ilustración: Imaginemos a un hombre rico que ayuda con sus bienes a un pordiosero para que éste pueda mantener a su familia. ¿Dejaría de ser un regalo de pura gracia por el hecho de que el mendigo tenga que extender su mano para recibir lo que se le ofrece? ¿Pudiéramos decir con propiedad que la limosna depende parcialmente de la liberalidad del donante, y parcialmente de la libertad del receptor, por el hecho de que este último tiene que extender su mano para recibir el beneficio? Si no es así, cuanto menos podemos decirlo del don de la fe.

El problema de este símil es que presupone una necesidad que el mendigo tiene conscientemente y la cual él desea suplir; mientras que en el caso del pecador, éste no desea, sino que rechaza con todas sus fuerzas, el don que se le ofrece gratuitamente en Cristo. Al igual que en el caso del mendigo, el pecador tiene que extender sus manos hacia Dios para recibir el don; pero, según el Calvinismo, éste sólo podrá hacerlo si Dios cambia la disposición de su corazón.

En cuanto a la predestinación, tanto uno como los otros afirmaban que la predestinación para salvación era una enseñanza bíblica; pero, mientras el calvinismo afirma que los elegidos ejercen fe porque fueron predestinados por Dios desde antes de la fundación por el puro afecto de Su voluntad (como enseña claramente Pablo en Ef. 1:3-6), Arminio enseñaba más bien que Dios predestinó a todos aquellos que Él sabía de antemano que iban a creer. Así que el foco del debate no era si había predestinación o no, sino más bien en cuál era la base de dicha predestinación.

A pesar de eso, en 1603 Arminio fue llamado a asumir la cátedra de teología en la Universidad de Leyden, donde sus doctrinas opuestas al calvinismo fueron más conocidas aún. Esto trajo como consecuencia un enfrentamiento con los calvinistas, de manera particular con otro profesor de la facultad, Francisco Gomaro. Este debate fue subiendo de tono, a tal punto que tuvo ramificaciones políticas.

Luego de la muerte de Arminio, en 1609, sus puntos de vista fueron sistematizados por su pupilo y sucesor en Leyden, Simón Episcopio. Al ser acusados de herejía, en 1610 los seguidores de Arminio presentaron a los Estados de Holanda un Memorial de Protesta (Remonstrance en inglés, por lo que fueron llamados “remonstrantes”), en el que planteaban su posición, incluyendo en la segunda parte los cinco puntos de su propia doctrina.

Estos artículos fueron firmados por 46 ministros remonstrantes. Los calvinistas, por su parte, emitieron una contra protesta. Pero, como no llegaban a un acuerdo, finalmente se decidió resolver la disputa mediante un Sínodo al que fueron invitados casi todas las iglesias nacionales reformadas.

Éste fue celebrado en Dordrecht desde el 13 de Noviembre de 1618 hasta el 9 de mayo de 1619. Estuvieron presentes 84 miembros y 18 comisionados seculares del Palatinado, Hesse, Nassau, Frieslandia Oriental, Bremen, Emden, Inglaterra, Escocia, Ginebra y Suiza alemana.

Los Cánones del Sínodo de Dort condenaron la posición arminiana, a la vez que presentaron cinco puntos contrarios, que han sido conocidos como los cinco puntos del Calvinismo.

Por un lado declaran que el hecho de que “sólo algunos de entre los miembros de la raza humana pecadora alcancen la fe, debe atribuirse al Consejo eterno de Dios. Dios eligió en Cristo un número definido de seres humanos para la salvación, en tanto que, en su justicia, dejó a los demás entregados a la perdición.”

En cuanto a la eficacia de la muerte de Cristo, afirman que ésta “es suficiente para expiar los pecados de todo el mundo.” Sin embargo, su obra de expiación está limitada en el hecho de que Dios tenía la intención de que fuese eficaz solamente para quienes “fueron elegidos desde la eternidad para salvación.”

También afirman la total depravación de la raza humana, así como la gracia irresistible de Dios. “Finalmente, los Cánones enseñan que Dios preserva a los elegidos de tal modo que no caen de su gracia. En esto también se atribuye la gloria Dios; permanecemos en la gracia, no por el poder de nuestra voluntad, sino porque, por su gracia, Dios ‘inicia, preserva, continúa y perfecciona su obra en nosotros’.”

Repetidas veces los calvinistas del Sínodo acusaron a los remonstrantes de enseñar las doctrinas de Pelagio, a pesar de que tanto Arminio como sus seguidores se empeñaron en condenar el pelagianismo. Estrictamente hablando los arminianos podían ser catalogados de ser semipelagianos; pero es probable que los teólogos del Sínodo hayan tenido en mente la conexión que existe entre ambas posturas.

No obstante, el arminianismo no murió allí. Sus doctrinas fueron asimiladas por los bautistas generales en Inglaterra, los menonitas holandeses y, un poco más tarde, por el metodismo wesleyano (aunque este último se aleja aún más de la doctrina reformada de la salvación). Hoy día es la doctrina de la mayoría de las iglesias en América.

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lunes, 22 de febrero de 2010

Reporte de Iglesias Bautistas Sirviendo a Haití


A raíz del terremoto que afectó a la República de Haití, un grupo de iglesias bautistas dominicanas hemos aunado esfuerzos junto con la Fundación Esperanza Internacional para apoyar las labores de socorro a los heridos y reconstrucción de la nación, y sobre todo ministrar espiritualmente a los afectados. Estas iglesias son:

• Iglesia Bautista del Nuevo Pacto
• Iglesia Bíblica de la Trinidad
• Iglesia Bíblica del Señor Jesucristo
• Iglesia Fundamento Bíblico

Para facilitar las labores que estamos realizando, hemos decidido operar bajo el nombre de Iglesias Bautistas Sirviendo a Haití, y también crearemos un logo que nos identifique.

A través de los viajes que han realizado varios de nuestros pastores y miembros después del sismo, hemos podido constatar la realidad que está viviendo el pueblo haitiano, especialmente en Puerto Príncipe y sus alrededores. Algunos de los aspectos cruciales son:

• Miles de las casas de nuestros hermanos y el pueblo en general están destruidas y otras están muy agrietadas e inhabitables. Multitudes están durmiendo en las calles y plazas de la ciudad.
• Muchos cadáveres pudieron ser vistos en plena calle, mientras que una cantidad no determinada permanece aun bajo los escombros de los edificios desplomados.
• El servicio de electricidad está interrumpido y la transportación es difícil.
• Un número muy alto de sobrevivientes tuvieron que recibir amputaciones a causa de las lesiones sufridas.
• Muchos están viviendo en estado de shock y depresión ante la enorme magnitud de la tragedia sufrida.
• Cientos de miles de personas han abandonado la ciudad capital para desplazarse hacia el interior del país.

En el marco de varios viajes a Haití, hemos ya llevado a cabo las siguientes iniciativas:

• Establecer una base de operaciones en Puerto Príncipe, con el personal y recursos requeridos para organizar los trabajos.
• Coordinar esfuerzos con varios pastores de Puerto Príncipe, quienes nos están ayudando a identificar las necesidades de las iglesias y de la comunidad.
• Enviar y distribuir un primer cargamento de casi 6,000 cajas de alimentos, así como agua, lonas y colchones.
• Brindar servicios médicos a los heridos y enfermos.
Nuestras próximas acciones previstas son las siguientes:
• Continuar enviando alimentos, agua, medicinas y otros artículos de primera necesidad, para los damnificados.
• Seguir apoyando operativos médicos e iniciativas relativas a la salud, incluyendo purificadores de agua.
• Provisión de lonas para los que no tienen techo, antes de que empiece la temporada de lluvia.
• Ayudar a organizar cuadrillas de hermanos haitianos que puedan trabajar en la demolición de ruinas y recogida de escombros. Estamos comprando mandarrias, picos, carretillas y cinceles para equipar dichas cuadrillas. La Organización de las Naciones Unidas ha provisto palas mecánicas que recogen los escombros de los bordes de las calles, así que es necesario sacarlos hasta allí.
• Organizar una conferencia para pastores durante el mes de marzo, que ayude a esos ministros de Dios a consolar y alentar a las ovejas que están bajo su cuidado. Los temas a tratar serían: una perspectiva cristiana de la tragedia; consejería bíblica en tiempos de crisis; la doctrina de la esperanza.

Aquellas iglesias, organizaciones y personas particulares que deseen involucrarse, apoyando la labor que estamos realizando, podrían hacerlo de las siguientes formas:

• Donaciones en efectivo. Las cuáles serán utilizadas principalmente para: paquetes de comida, catres, lonas, kits de limpieza de los escombros, transportación.
• Trabajadores voluntarios, especialmente médicos, que puedan integrarse a los operativos de socorro a los lesionados. Por ejemplo, la Iglesia Bíblica de la Trinidad ha habilitado 15 camas para acoger a los pacientes que salen de alta de los diferentes hospitales, los cuales tienen amputaciones, huesos rotos y contusiones diversas.
• Oración al Señor para que nos imparta sabiduría en todo este trabajo y que multiplique los recursos, ante tantas necesidades.

Es de crucial importancia que resaltemos que dada la magnitud de esta catástrofe, estamos visualizando esta labor como una de largo plazo. Luego de superadas las urgencias iniciales, estamos persuadidos que será necesario brindar apoyo por años a los esfuerzos de restauración y desarrollo de Haití, lo cual queremos hacer en el marco de la cosmovisión cristiana, y con la mira puesta en la propagación del Evangelio y el avance del Reino de Dios.

En el amor de Cristo,

IGLESIAS BAUTISTAS SIRVIENDO A HAITÍ

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viernes, 19 de febrero de 2010

¿Era Charles G. Finney evangélico?


A Finney se le conoce como “el padre del avivamiento moderno” por la enorme influencia que ha ejercido sobre el evangelicalismo norteamericano hasta nuestros días.

Nació el 20 de Agosto de 1792 en Connecticut y murió el 16 de Agosto de 1876. Hizo profesión de fe el 10 de Octubre de 1821, lo que le llevó a dejar de lado una prometedora carrera de abogado para dedicarse al ministerio. Inició sus estudios teológicos en Junio de 1823 a la sombra de George Gale, graduado en Princeton, y obtuvo su licencia para predicar el 30 de Diciembre de ese mismo año, siendo ordenado como ministro de la iglesia presbiteriana en Julio del siguiente año.

Teológicamente hablando Finney se presenta a sí mismo en sus Memorias como una “figura puente” que trataba de proteger a su audiencia “contra el alto calvinismo, por un lado, y el bajo arminianismo, por el otro”. Sin embargo, algunos lo consideran como el teólogo más pelagiano de la historia.

Al considerar detenidamente las enseñanzas de Finney uno se pregunta si en verdad este hombre puede ser considerado un evangélico. Para responder esta pregunta con exactitud debemos definir primero en qué sentido estamos usando la palabra “evangélico”.

Aunque esta palabra era usada como sinónimo de “Protestante” (y, por lo tanto, como haciendo referencia a la doctrina de la justificación por la fe sola), hoy día la palabra es lo suficientemente amplia como para incluir tanto a los que manifiestan una pasión por el evangelismo personal como a aquellos que proclaman la noción de que las personas necesitan una conversión personal a Cristo para ser salvos (haciendo la salvedad de que esta es una frase también muy amplia que puede incluir desde una verdad bíblica hasta una herejía).

Si estamos usando la palabra en ese sentido más amplio, entonces podemos decir que Finney era evangélico; pero si nos limitamos al primer significado, la respuesta debe ser un rotundo “no”. Veamos brevemente algunas de las nociones teológicas de Finney relacionadas con la obra redentora de Cristo y la salvación de los pecadores.

1. La doctrina de la justificación:

Finney declara que es totalmente absurdo pensar que la justificación sea una transacción forense, es decir, que sea una declaración de inocencia de parte de Dios en base a la justicia perfecta de Cristo imputada al pecador por medio de la fe y en base a Su obra redentora en la cruz del calvario.

“Es… naturalmente imposible, y una contradicción sumamente palpable, afirmar que la justificación de un pecador, o de uno que ha violado la ley, es una justificación forense o judicial… Es ciertamente un sinsentido afirmar, que un pecador puede ser pronunciado justo a los ojos de la ley; que él puede ser justificado por las obras de la ley, o por la ley en algún sentido. La ley lo condena. Pero la justificación judicial o forense consiste en ser pronunciado justo en el juicio de la ley. Esto ciertamente es una imposibilidad con respecto a los pecadores” (Sistematic Theology; pg. 360-361, lecture 25; todas las citas de esta entrada fueron tomadas del libro de R. C. Sproul, Willing to Believe, pero he preferido poner las citas del libro de Finney para aquellos que poseen esta obra y no la de Sproul).

Es necesario señalar aquí que los reformadores no enseñaban que los pecadores son justificados por la ley, sino más bien que la fuente de la justificación forense es el Dador de la ley.

Aunque Finney está de acuerdo en que a través de la justificación el pecador es tratado como si fuera justo, esto no se debe a ninguna justicia imputada, sino simplemente a una declaración de perdón o amnistía de parte de Dios.

“La doctrina de una justicia imputada, o de que la obediencia de Cristo a la ley es contada como nuestra obediencia, está basada en la más falsa y absurda presuposición”, dice Finney (pg. 362, lect. 25), contradiciendo así lo que Pablo enseña en el capítulo 4 de Romanos y en muchos otros pasajes del NT.

Según Finney, Cristo debía obedecer la ley por Sí mismo y no para que Su justicia sea imputada a los pecadores. El argumento de Finney es que, en lo que respecta a Su obediencia, Cristo hizo simplemente lo que debía hacer y, por lo tanto, Su obediencia perfecta sólo podía justificarlo a El mismo.

2. La doctrina de la expiación:

En cuanto a la doctrina de la expiación, Finney enseñaba que Cristo no murió en sustitución de los pecadores, tomando sobre Si el castigo que ellos merecen por sus pecados.

“Estrictamente hablando, la justicia retributiva nunca puede ser satisfecha, en el sentido de que el culpable pueda ser castigado por tanto tiempo y en la extensión que merece; pues esto implicaría ser castigado hasta dejar de ser culpable, o hasta hacerse inocente… Suponer, por tanto, que Cristo sufrió en cantidad todo lo que debía por los elegidos, es suponer que El sufrió un castigo eterno multiplicado por todo el número de los elegidos” (pg. 219; lecture 13).

Finney pierde de vista aquí que la satisfacción rendida por Cristo en la cruz del calvario no mira a la ley como un ente independiente siendo satisfecha en sí misma, sino que mira al Padre, el Dador de la ley, como aquel cuya justicia es satisfecha.

Ahora bien, Finney no niega del todo el elemento de satisfacción en la muerte de Cristo, pero no en el mismo sentido en que lo afirmaban los reformadores. Para Finney la expiación de Cristo tuvo el propósito de a ser un despliegue público de justicia. Al morir en la cruz Cristo sirve de modelo o de ejemplo para que los impíos no piensen que pueden pecar con impunidad.

En otras palabras, cuando Cristo murió en la cruz no estaba padeciendo en sustitución de nadie, sino más bien demostrando cuan seriamente toma Dios su ley y la virtud moral. La muerte de Cristo le muestra a una humanidad culpable que cualquiera puede ser perdonado, siempre que sea adecuadamente afectado por la muerte de Cristo y traído por ella al arrepentimiento.

En cuanto a la relación de la fe con la justificación, Finney señala: “Me temo que ha habido mucho error en la concepción de muchos sobre este asunto. Ellos han hablado de la justificación por la fe como si supusieran que, por un señalamiento arbitrario de Dios, la fe fuera la condición, y la única condición de la justificación... Estas personas… hablan de la justificación por la fe; como si fuera por fe, y no por Cristo a través de la fe, que el pecador penitente es justificado; como si la fe, y no Cristo, fuese nuestra justificación… Pero no debemos nunca olvidar que la fe que es la condición de la justificación, es la fe que obra por el amor” (pg. 366, lect. 25).

Una vez más vemos cómo Finney caricaturiza la doctrina reformada en varios aspectos. Por un lado, ninguno de los reformadores enseñó que la fe fuese un señalamiento arbitrario de parte de Dios. Tampoco enseñaron que la fe en sí misma justifique al pecador; lo que él está atacando aquí sería atacado por los mismos reformadores como antinomianismo. El problema es que, al atacar esa caricatura, rechaza también la doctrina bíblica de que la justicia de Cristo es imputada al creyente por medio de la fe.

3. La relación entre la justificación y la santificación:

Otro aspecto en que Finney se aparta de la enseñanza bíblica es en lo tocante a la relación de la justificación con la santificación. “Algunos teólogos – dice Finney – han hecho de la justificación una condición de la santificación, en vez de hacer la santificación una condición de justificación. Pero esto… es una perspectiva errónea del asunto” (pg. 368-369, lect. 25).

Según Finney, para que los pecados pasados del pecador sean perdonados, y para ser aceptados por Dios en el presente, “la consagración de corazón y vida a Dios y a Su servicio es una condición inalterable”.

Esta declaración es un golpe mortal al evangelio. Como bien señala Sproul: “Si la completa consagración de corazón y vida a Dios es una condición inalterable para el perdón, ¿quién será perdonado? Éstas no son buenas noticias, siendo la peor de todas las noticias posibles”.

4. La doctrina de la depravación moral:

Finney también negó que por causa del pecado de Adán su descendencia poseyera una naturaleza pecaminosa. De ser así, dice él, “entonces el pecado en acción debe ser visto como una calamidad, y no puede ser un crimen. Éste es el efecto necesario de una naturaleza pecaminosa. Esto no puede ser un crimen, ya que la voluntad no puede hacer nada con ella” (pg. 262, lect. 16).

Y otro lugar dice: “La voluntad humana es libre, de manera que los hombres tienen poder o habilidad para hacer todos sus deberes. El gobierno moral de Dios asume e implica por todas partes la libertad de la voluntad humana, y la habilidad natural de los hombres para obedecer a Dios. Cada mandamiento, cada amenaza, cada protesta o denuncia en la Biblia implica y presupone esto” (pg. 307, lect. 20).

Por supuesto, de ser así, si las demandas morales de Dios implican la habilidad moral del hombre para poder cumplirlas, entonces deberíamos presuponer que el hombre tiene la capacidad de llegar a ser perfectos, porque es eso, y nada menos que eso, lo que la ley exige (comp. Gal. 3:10; Sant. 2:10).

5. La doctrina de la regeneración:

Como es lógico suponer, Finney también se aparte de la ortodoxia bíblica en lo que respecta a la regeneración, la cual él distingue de la conversión. “La conversión… no incluye ni implica ninguna agencia Divina, y por lo tanto no implica o expresa lo que se pretende por regeneración” (pg. 269, lect. 17).

Según él, el pecador “es pasivo en la percepción de la verdad presentada por el Espíritu Santo” (pg. 276, lect. 17). Esta percepción, él añade, no es parte de la regeneración, pero es simultánea con la regeneración, ya que induce a ella.

“De manera que el sujeto de la regeneración debe ser un recipiente pasivo o perceptivo de la verdad presentada por el Espíritu Santo, en el momento, y durante el acto de la regeneración” (Ibid.). Pero ese es todo el papel que, según él, le corresponde a Dios.

“Ni Dios, ni ningún otro ser, puede regenerar lo, si él no se vuelve. Si él no cambia su elección, es imposible que sea cambiado” (Ibid.). De manera que para Finney, la regeneración no envuelve cambio en la naturaleza constituyente del pecador, sino que consiste meramente en un cambio de elección, intención, o preferencia obrado por el pecador. Esta depende enteramente de una decisión o elección del pecador.

Es aquí precisamente donde su teología impactó tremendamente el evangelismo actual, introduciendo la doctrina pelagiana de nuevo en muchas iglesias que hoy se llaman evangélicas, aunque siguen a Finney en su perversión del evangelio.

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jueves, 18 de febrero de 2010

La Ley Moral Dentro de Mí

Uno de los rasgos distintivos de los seres humanos es su constante apelación a una ley moral que debería regir a todos los hombres por igual. La mayoría de las veces lo hacemos de forma inconsciente, pero todos tendemos apelar al hecho de que “las cosas que deben hacerse de cierto modo”.

C. S. Lewis le llama a esto “La Ley de la Naturaleza Humana”, y cita como ejemplo algunas de las frases típicas que solemos escuchar cuando dos personas discuten: “¿Qué te parecería si alguien te hiciera algo así?” “Ése es mi asiento; yo llegué primero” “Déjalo en paz; no te está haciendo ningún daño” “¿Por qué vas a colarte antes que yo?” “Dame un trozo de tu naranja; yo te di un trozo de la mía”.

En todos estos casos los individuos no solo están manifestando su desagrado con lo que el otro ha hecho, sino que están presuponiendo un conjunto de normas morales que todos deben conocer y obedecer.

Esa es la razón por la que la mayoría de las personas trata de justificar su comportamiento cuando se les recrimina por haber actuado de cierta manera. El mero hecho de excusarnos (o mentir abiertamente diciendo que nunca hemos hecho tal cosa) es un reconocimiento implícito de que conocemos y aceptamos las reglas de juego que deben regir a todos los hombres.

“Dos cosas llenan mi alma de renovada y creciente admiración y reverencia – decía Emmanuel Kant: el firmamento estrellado por encima de mí y la ley moral dentro de mí.”

Pero ¿por qué todos presuponemos que hay ciertas cosas que deben hacerse y ciertas cosas que no? ¿Y qué nos hace pensar que todos conocen las reglas del juego y que todos saben que deben obedecerlas?

Si decimos que son leyes que los hombres han creado a través de su evolución cultural, estamos afirmando también que tales leyes no son morales en sí mismas y, por lo tanto, ni buenas ni malas; son simples normas de supervivencia que la sociedad ha establecido.

Pero si esto es así, ¿qué argumento podemos dar a aquellos que deciden pasar por alto tales reglas y vivir en anarquía? Si les decimos: “Porque esas reglas contribuyen al bien de la mayoría”, éstos pudieran replicar: “El bien de la mayoría es un valor arbitrario creado por otros hombres igual que yo y que no tengo ningún interés en alcanzar”.

Para que la ley moral sea normativa para todos debe ser promulgada por un legislador con autoridad sobre todos. Y Éste no es otro que el Dios que creó el universo y puso en el hombre una conciencia moral. Él es la fuente y fundamento de toda moralidad y justicia.


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5. Cuando oramos escasamente o en una forma inadecuada, ése es un síntoma de decadencia espiritual

Así como la lectura de la Palabra es un termómetro para medir la vida espiritual del creyente, así también lo es la oración. Cuando el creyente ha decaído en la frecuencia de su vida de oración, y cuando al orar lo hace inadecuadamente, esa es una señal de decadencia.

¿Qué sucede cuando un creyente está caminando cerca de Dios? Que tendrá una comprensión más clara de sus propias necesidades espirituales, los pecados con los que tiene que luchar, los peligros que tiene que enfrentar cada día (comp. 1Jn. 1:5-9 - andar en luz no es sinónimo de una vida sin pecado; más bien el que anda en luz verá más claramente sus propias corrupciones, lo que lo moverá a confesar sus pecados delante de Dios).

Una persona que tiene tal comprensión de sí mismo no tiene que estar buscando palabras para llenar su tiempo de oración; esas cosas fluirán de su corazón necesitado.

Pero cuando nuestras oraciones no son más que un mero formalismo religioso, y un conjunto de peticiones generales, eso puede indicar que no estamos aborreciendo el pecado que mora en nosotros, y que en vez de estar en pie de lucha contra ellos los estamos tolerando.

Santiago nos dice que no tenemos lo que queremos porque no pedimos; pero también nos advierte que podemos pedir mal (comp. Sant. 4:2).

El fervor en nuestras oraciones crecerá en la misma medida que crezca en nosotros un entendimiento de nuestras debilidades, corrupciones y necesidades, así como un entendimiento de la capacidad y disponibilidad de Dios para suplirnos.

Por eso Richard Baxter recomienda a todo aquel que no sabe qué pedir, que estudie bien su corazón y su vida: “... y pronto encontrará – dice él – una multitud de corrupciones internas que lamentar, una multitud de carencias que deben ser suplidas, debilidades que deben ser fortalecidas, desórdenes que deben ser rectificados, y pecados cometidos que deben ser perdonados...” (Christian Directory; pg. 490).

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miércoles, 17 de febrero de 2010

¡De vuelta al blog!

Luego de estar ministrando por dos semanas fuera del país, de los cuales por 10 días estuvimos en un lugar de difícil acceso a Internet, ahora estamos de vuelta para continuar posteando entradas con más regularidad (que hoy iniciamos con otra entrada acerca de los síntomas de la decadencia espiritual en el creyente). Gracias a todos los que oraron por nuestro ministerio; al Señor le plugo responder las oraciones de Su pueblo de forma muy evidentes. Pero estamos contentos de volver a nuestra normalidad.

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4. Cuando leemos la Biblia por mera costumbre, o para satisfacer un anhelo intelectual, ése es un síntoma de decadencia espiritual

La lectura de la Biblia es un termómetro en la vida del creyente. Si leemos poco la Escritura, es indudable que estamos atravesando por un período de decaimiento espiritual.

Pero un creyente puede leer la Escritura con cierta regularidad, y aún así no estar gustando de ella espiritualmente; su lectura no lo mueve a Dios en oración, ni a atesorarla en el corazón, ni a llevar sus preceptos a la práctica. Sus promesas no lo consuelan en la aflicción, y sus advertencias no lo llenan de temor. Si esto es así en tu vida, obviamente has comenzado un proceso de declinación espiritual.

Una ilustración del reino físico puede ayudarnos a comprender esto. Existe una relación tan estrecha entre el olfato y el gusto, que cuando tenemos gripe y nuestras facultades olfativas han sido afectadas, la comida pueda estar muy buena, pero nosotros no percibiremos su sabor.

Pues eso mismo ocurre a nivel espiritual cuando un creyente está enfermo del alma. La lectura de la Escritura continúa, pero sin provecho, sin percibir su sabor; es algo insulso para ese hijo de Dios porque su alma está enferma.

El deseo por la Palabra de Dios, y el provecho que recibimos de ella, está íntimamente relacionado con el vigor y el florecimiento de nuestra vida espiritual (comp. 1P. 2:1-2; Sant. 1:21).

¿Estás leyendo la Biblia con regularidad? ¿Apartas un tiempo diario y específico para leer la Palabra de Dios? Si tu respuesta es positiva, me alegro por eso, pero ahora debemos ir más a fondo y preguntar ¿por qué lo haces? ¿Es porque deseas conocer más profundamente a tu Señor, hacer Su voluntad y parecerte cada vez más al Señor Jesucristo?

Pablo oraba por los creyentes de Colosas, y pedía por ellos sin cesar que fuesen llenos del conocimiento de la voluntad de Dios “en toda sabiduría e inteligencia espiritual” (Col. 1:9). Pero, ¿cuál era el propósito de todo esto? ¿Estaba Pablo interesado en aumentar el cúmulo de conocimiento de estos hermanos?

¡Por supuesto que no! Escuchen lo que sigue diciendo Pablo: “... para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col. 1:10). ¿Es con ese propósito que lees regularmente las Escrituras? ¿O lo haces más bien por costumbre, o para acallar la voz acusadora de tu conciencia?

En un momento dado de la historia de Israel Dios reprendió a Su pueblo por la manera como estaban manejando Su revelación:

“Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión, y a la casa de Jacob su pecado” (¿y en qué consistía esa rebelión y ese pecado?). “Que me buscan cada día, y quieren saber mis caminos, como gente que hubiese hecho justicia, y que no hubiese dejado la ley de su Dios” (Is. 58:1-2).

Externamente parecía que estos hombres estaban preocupados por conocer la voluntad de Dios; diariamente inquirían acerca de Sus caminos. Pero en realidad se habían olvidado de la ley de Dios.

Mis hermanos, es posible estar ocupados regularmente en la lectura de la Biblia (estos hombres inquirían “cada día”), cuando en realidad, en una forma práctica hemos puesto a un lado la ley de Dios. Sus promesas ya no son nuestro consuelo en los días de aflicción, sus advertencias no nos hacen temer, sus mandamientos no nos mueven a la obediencia.

Este creyente no puede decir con toda sinceridad como el salmista en el Sal. 119: “En tus mandamientos meditaré; consideraré tus caminos... Dame entendimiento, y guardaré tu ley, y la cumpliré de todo corazón... Me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado. Alzaré asimismo mis manos a tus mandamientos que amé, y meditaré en tus estatutos” (vers. 15, 34, 47-48).

El creyente que está floreciendo en su vida espiritual puede decir como el Señor Jesucristo en Jn. 4:34: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió”.

Pero cuando un cristiano actúa irreflexivamente, sin preocuparse mucho por lo que Dios dice en Su Palabra acerca de ese aspecto de su vida, es porque tal creyente no está muy preocupado por andar de la manera que sea más aceptable delante Dios.

Su principal preocupación es como seguir siendo cristiano, pero con el menor de los requisitos. Ese es un claro síntoma de decadencia espiritual.


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viernes, 12 de febrero de 2010

Calvino y el Libre Albedrío

Siempre que se menciona la doctrina bíblica de la predestinación o de la voluntad, estas se asocian de inmediato con Calvino y el calvinismo. Sin embargo, lo cierto es que el aporte de Calvino en ambos asuntos fue considerablemente menor al de Lutero. “Quizás el nombre de Calvino figura más prominentemente en la moderna discusión de la voluntad por lo mucho que han hecho sus seguidores en las iglesias Reformadas para mantener viva la tradición del Agustinianismo”, dice R C. Sproul.

Calvino inicia la discusión de su tema en la Institución advirtiendo al lector de dos errores que debemos evitar al tratar el tema de la voluntad humana en el estado caído:

“Después de haber visto que la tiranía del pecado, después de someter al primer hombre, no solamente consiguió el dominio sobre todo el género humano, sino que domina totalmente en el alma de cada hombre en particular, debemos considerar ahora si, después de haber caído en este cautiverio, hemos perdido toda la libertad que teníamos, o si queda aún en nosotros algún indicio de la misma, y hasta dónde alcanza” (Inst. 2.2.1).

En otras palabras, debemos determinar en qué sentido es el hombre un esclavo y en qué sentido no lo es para evitar así dos errores comunes: el primero es el de privar a Dios de Su gloria atribuyéndose a sí mismo aquello que sólo Él puede hacer; el segundo es que algunos se vuelvan indolentes y pasivos en lo que respecta a la salvación al escuchar que no hay ningún bien en nosotros y que somos esclavos del pecado.

“Por tanto, para no caer en tales inconvenientes, hay que usar de tal moderación que el hombre, al enseñarle que no hay en él bien alguno y que está cercado por todas partes de miseria y necesidad, comprenda, sin embargo, que ha de tender al bien de que está privado y a la libertad de la que se halla despojado, y se despierte realmente de su torpeza más que si le hiciesen comprender que tenía la mayor virtud y poder para conseguido” (Inst. 2.2.1).

Calvino pasa a considerar, entonces, las teorías asumidas por los filósofos paganos acerca de la voluntad para mostrar cómo éstos están conscientes de la dificultad que tiene el hombre para sobreponerse a su naturaleza sensual y gobernarse por la razón, y cómo, sin embargo, aun así atribuyen gloria al hombre por sus virtudes. “Y, de hecho, algunos de ellos llegaron a tal desatino, que jactanciosamente afirmaron que es beneficio de los dioses que vivamos, pero es mérito nuestro el vivir honesta y santamente. Y Cicerón se atrevió a decir… que como cada cual adquiere su propia virtud, ninguno entre los sabios ha dado gracias a Dios por ella; porque - dice él - por la virtud somos alabados, y de ella nos gloriamos; lo cual no sería así, si la virtud fuese un don de Dios y no procediese de nosotros mismos” (Inst. 2.2.3). Lamentablemente, sigue diciendo Calvino, algunos de los padres y teólogos de la iglesia temprana se amoldaron “excesivamente en esta materia a los filósofos” (Inst. 2.2.4).

“Crisóstomo dice en cierto lugar: ‘Dios nos ha dado la facultad de obrar bien o mal, dándonos el libre arbitrio para escoger el primero y dejar el segundo; no nos lleva a la fuerza, pero nos recibe si voluntariamente vamos a Él’. Y: ‘Muchas veces el malo se hace bueno si quiere, y el bueno cae por su torpeza, y se hace malo, porque Dios ha conferido a nuestra naturaleza el libre albedrío y no nos impone las cosas por necesidad, sino que nos da los remedios de que hemos de servimos, si nos parece bien’. Y también: ‘Así como no podremos jamás hacer ninguna obra buena sin ayuda de la gracia de Dios, tampoco, si no ponemos lo que está de nuestra parte, podremos nunca conseguir su gracia.’ Y antes había dicho: ‘Para que no todo sea mero favor divino, es preciso que pongamos algo de nuestra parte’. Y es una frase muy corriente en él: Hagamos lo que está de nuestra parte, y Dios suplirá lo demás’” (Inst. 2.2.4).

Agustín fue de los pocos padres que se opuso a este punto de vista, llegando a declarar que “los dones naturales se encuentran corrompidos en el hombre, y los sobrenaturales – los que se refieren a la vida eterna – le han sido quitados del todo”. Pero, sigue diciendo Calvino, “apenas de ciento uno entendió lo que esto quiere decir” (Inst. 2.2.5).

Luego Calvino pasa a explicar que para algunos teólogos escolásticos el término “libre albedrío” significaba simplemente, no que el hombre sea capaz de escoger por sí mismo lo bueno o lo malo, sino que cuando peca lo hace voluntariamente, sin coacción (algo con lo que él está plenamente de acuerdo).

Pero si es a esto que se refieren ¿para qué atribuirle “un título tan arrogante a una cosa tan intrascendente”?, pregunta Calvino. “¡Donosa libertad, en verdad, decir que el hombre no se ve forzado a pecar, sino que de tal manera es voluntariamente esclavo, que su voluntad está aherrojada con las cadenas del pecado!” (Inst. 2.2.7).

Por tal razón, Calvino prefiere que el término “libre albedrío” fuese descartado por el peligro de ser interpretado como significando “que el hombre es señor de su entendimiento y de su voluntad, con potestad natural para inclinarse a una u otra alternativa” (Inst. 2.2.7).

“Por lo tanto, si alguno quiere usar esta expresión - con tal de que la entienda rectamente - yo no me opongo a ello; mas, como al parecer, no es posible su uso sin gran peligro, y, al contrario, sería un gran bien para la Iglesia que fuese olvidada, preferiría no usarla; y si alguno me pidiera consejo sobre el particular, le diría que se abstuviera de su empleo” (Inst. 2.2.8).

Ahora bien, es importante aclarar en qué sentido fuimos afectados por la caída y en cuál no, tanto en lo que respecta al entendimiento como en lo que respecta a la voluntad.

“Decir que el entendimiento está tan ciego, que carece en absoluto de inteligencia respecto a todas las cosas del mundo, repugnaría, no sólo a la Palabra de Dios, sino también a la experiencia de cada día. Pues vemos que en la naturaleza humana existe un cierto deseo de investigar la verdad, hacia la cual no sentiría tanta inclinación si antes no tuviese gusto por ella” (Inst. 2.2.12).

Lamentablemente, ese gusto por la verdad no lleva de la mano a aplicarse en la búsqueda de las cosas celestiales, aunque diga tenerlas en alta estima, sino que se empeña más bien en las cosas terrenales.

Según Calvino, en lo que respecta al conocimiento de Dios, así como “su voluntad paternal, y su favor por nosotros, en el cual se apoya nuestra salvación… los hombres más inteligentes son tan ciegos como topos” (Inst. 2.2.18).

Es necesario que Dios regenere e ilumine al pecador para que pueda conocer a Dios. “Por eso el Señor por su profeta promete como un singular beneficio de su gracia que daría a los israelitas entendimiento para que le conociesen (Jer. 24, 7), dando con ello a entender evidentemente, que el entendimiento humano en las cosas espirituales no puede entender más que en cuanto es iluminado por Dios. Esto mismo lo confirmó Cristo con sus palabras, cuando dijo que nadie puede ir a Él sino aquel a quien el Padre lo hubiere concedido (Jn. 6, 44) (Inst. 2.2.20).

Sólo por medio de la regeneración puede el hombre librarse de la esclavitud del pecado; junto con Agustín y Lutero Calvino sostiene que el hombre no puede, de ningún modo, liberarse a sí mismo.


Habiendo establecido esto, Calvino avanza un poco más distinguiendo entre necesidad y violencia. Siendo un esclavo del pecado el hombre no puede hacer otra cosa que pecar, pero no porque sea forzado a ello, sino porque esa es la inclinación de su voluntad. En otras palabras, el hombre sigue teniendo la voluntad y el querer, pero esa voluntad no puede por sí misma inclinarse al bien porque es una voluntad esclavizada al pecado. Así que ningún hombre es forzado a pecar, sino que peca por su propia inclinación.

Para probar su punto Calvino cita el ejemplo de Dios y el ejemplo del diablo. Dios no puede hacer que otra cosa que el bien, mientras que el diablo no puede hacer otra cosa que el mal; pero ninguno de los dos son forzados a actuar, sino que ambos actúan en conformidad con su propia naturaleza. Es necesario para Dios hacer el bien, como es necesario para el diablo hacer el mal; pero esa necesidad no es compulsión.

“Así que debemos tener en cuenta esta distinción: que el hombre, después de su corrupción por su caída, peca voluntariamente, no forzado ni violentado; en virtud de una inclinación muy acentuada a pecar, y no por fuerza; por un movimiento de su misma concupiscencia, no porque otro le impulse a ello; y, sin embargo, que su naturaleza es tan perversa que no puede ser inducido ni encaminado más que al mal. Si esto es verdad, evidentemente está sometido a la necesidad de pecar” (Inst. 2.3.5).

De igual manera, cuando somos salvados por la gracia de Dios, somos librados de la esclavitud del pecado para que podamos libremente tornarnos hacia Dios. No somos forzados a venir al Señor en arrepentimiento y fe; más bien somos transformados en nuestro hombre interior de tal manera que la orientación de nuestras almas es cambiada del pecado hacia Dios.

Esa obra de gracia en nosotros es irresistible, dice Calvino: “Dios mueve nuestra voluntad, no como durante mucho tiempo se ha enseñado y creído, de tal manera que después esté en nuestra mano desobedecer u oponernos a dicho impulso; sino con tal eficacia, que hay que seguirlo por necesidad. Por esta razón no se puede admitir lo que tantas veces repite san Crisóstomo: ‘Dios no atrae sino a aquellos que quieren ser atraídos’. Con lo cual quiere dar a entender que Dios extiende su mano hacia nosotros, esperando únicamente que aceptemos ser ayudados por su gracia. Concedemos, desde luego, que mientras el hombre permaneció en su perfección, su estado era tal que podía inclinarse a una u otra parte; pero después de que Adán ha demostrado con su ejemplo cuán pobre cosa es el libre albedrío, si Dios no lo quiere y lo puede todo en nosotros, ¿de qué nos servirá que nos otorgue su gracia de esa manera? Nosotros la destruiremos con nuestra ingratitud. Y el Apóstol no nos enseña que nos sea ofrecida la gracia de querer el bien, de suerte que podamos aceptarla, sino que Dios hace y forma en nosotros el querer; lo cual no significa otra cosa sino que Dios, por su Espíritu, encamina nuestro corazón, lo lleva y lo dirige, y reina en él como cosa suya” (Inst. 2.3.10).

En conclusión, Calvino enseña que la voluntad en su estado caído es esclava del pecado. Aunque el hombre sigue poseyendo capacidad de autodeterminación, de tal manera que al actuar no lo hace por coacción, sino voluntariamente, sus actos son, por necesidad, pecaminosos, hasta que Dios obra en nosotros la regeneración. Esa obra de regeneración es monergística en su inicio, siendo el hombre un ente pasivo en ella.

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miércoles, 10 de febrero de 2010

Lutero y Erasmo: El libre albedrío y el albedrío esclavo

Con el Concilio de Trento el catolicismo romano estableció claramente su rechazo al pelagianismo, pero también rechazó al agustinianismo, colocándose de ese modo del lado de los semipelagianos. Los reformadores, en cambio, se colocaron abiertamente del lado de Agustín en la controversia antropológica, como vemos en el caso de Martín Lutero.

Un buen punto de partida para estudiar la antropología de Lutero es el debate que sostuvo con Erasmo de Rotterdam luego que éste publicara en 1524 su famosa obra Diatribe seu collatio de libero arbitrio (“Sobre la Diatriba del Libre Albedrío” – a la cual nos referiremos de ahora en adelante simplemente como “Diatriba”).

Hasta hace momento la relación entre Erasmo y Lutero había sido muy respetuosa y de mutua admiración; ambos intercambiaron una amplia correspondencia epistolar en la que Lutero alaba a Erasmo por su contribución a la cristiandad. De hecho, Lutero Hizo uso del NT griego que Erasmo publicó en 1516 para la traducción del suyo al alemán en 1522 (el NT de Lutero, a su vez, serviría de base para la traducción de Guillermo Tyndale al inglés en 1526).

Pero Erasmo comenzó a ser presionado por ambos bandos para que definiera claramente su posición con respecto a la Reforma. Los católicos le miraban con sospecha por su amistad con Lutero y su silencio respecto a él. Lutero, por su parte, rogaba a Erasmo, y aún le exigía, que dejara el catolicismo y se uniera a la causa reformada. Al mismo tiempo, Erasmo comenzó a inquietarse por el curso cada vez más radical que tomaba la Reforma de Lutero, sobre todo a partir de la publicación de “La Cautividad Babilónica de la Iglesia” en 1520.


Tal parece que todo eso influyó en Erasmo para la publicación de su polémica obra contra Lutero, aún a sabiendas de que marcaba su ruptura definitiva con él. Así lo expresaba en una carta enviada a Enrique VIII el mismo año en que la obra fue publicada: “La suerte está echada. Salió a la luz el tratado acerca del libre albedrío”.

Lutero no respondió de inmediato. No sólo se encontraba ocupado en la redacción de sus obras “Contra los profetas celestiales” y “Anotaciones al Deuteronomio”, sino que también estalló la guerra de los campesinos en 1525, lo que movió a Lutero a publicar tres escritos relacionados con la revuelta, entre enero y julio de 1525. Pero finalmente, a finales de ese mismo año, Lutero publica su respuesta titulada De servo arbitrio (este título puede ser traducido al español como “La Esclavitud de la Voluntad”, pero en las Obras de Martín Lutero aparece con el título “La Voluntad Determinada”, que es el que usaremos aquí).

Lutero comienza su obra señalando el hecho de que la Escritura es clara en todo aquello que es importante para la salvación y que ésta debe ser el árbitro final en el debate concerniente al papel de la voluntad humana en ese proceso.

Dado que Erasmo declara en la Diatriba que la doctrina del libre albedrío no era tan importante como para enfrascarse en una lucha en torno a ella, Lutero le responde: “Pero más intolerable aún es que hagas figurar esta cuestión del libre albedrío entre las cosas que son inútiles e innecesarias… Si tú consideras esta cuestión del libre albedrío como no necesaria para cristianos, entonces retírate, por favor, del escenario de la lucha”.

El punto central la controversia entre Erasmo y Lutero era una vez más la antigua controversia entre el monergismo y el sinergismo. ¿Cuál es el factor decisivo en la salvación del pecador, la voluntad humana o la gracia de Dios? ¿Cuál es el papel que juega la una y la otra? Esta controversia no puede ser calificada de superflua por ninguna persona que esté interesada en su salvación y en la de los otros.

Como dice Lutero: “Si desconozco las obras y el poder de Dios, desconozco a Dios mismo. Y si desconozco a Dios, tampoco puedo rendirle culto ni alabarlo ni darle gracias y servirle, puesto que no sé cuánto debo atribuir a mí mismo y cuánto a Dios”.

Al entrar directamente en el tema del libre albedrío, Lutero parte de la misma definición dada por Erasmo: “Además, por el libre albedrío – escribe Erasmo en su Diatriba – entendemos en este lugar la fuerza de la voluntad humana por la cual el hombre se puede aplicar a aquello que conduce a la salvación eterna, o a apartarse de ello”. Erasmo no niega que la caída haya debilitado los poderes naturales del hombre, pero aun así le atribuye cierta capacidad para conocer a Dios y volverse a Él ayudado, claro está, por la gracia de Dios.

Pero eso contradice lo que Pablo dice en pasajes como 1Cor. 2:9: “Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1Co. 2:9). Estas cosas, dice Pablo, Dios nos las reveló por Su Espíritu; “esto es – explica Lutero –, si el Espíritu no lo hubiese revelado, ningún corazón humano sabría algo de esas cosas ni pensaría en ellas, tan lejos está el libre albedrío de poder aplicarse a ellas o de poder desearlas”. Lutero ilustra este punto citando destacados filósofos de entre los gentiles y mostrando cómo todos ellos veían las doctrinas pertinentes a la resurrección y la vida eterna como pura ridiculez. “Pues en lo oculto de su corazón ningún hombre, a menos que esté lleno del Espíritu Santo, conoce, cree o desea la salvación eterna, aunque en palabras y escritos la mencionen y la ponderen a menudo”.

Otro de los argumentos de Erasmo a favor del libre albedrío son los mandamientos de Dios. Si no poseemos libre albedrío, ¿qué sentido tienen los mandamientos que encontramos en las Escrituras? Aquí Erasmo cita un texto del libro apócrifo Eclesiástico: “Él fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano” (Eclesiástico 15:14-16).

Erasmo comenta en la Diatriba: “Al decir Eclesiástico ‘si tú quieres guardarás’, indica que hay una voluntad en el hombre para guardar o no guardar; de otro modo, ¿cuál es el sentido de decirle al que no tiene voluntad: ‘si estás dispuesto’? ¿No es ridículo decirle al hombre ciego: ‘si estás dispuesto a ver, encontrarás un tesoro’? ¿O decirle al hombre sordo: ‘si estás dispuesto a escuchar, te cuento una buena historia’? Eso sería burlarse de su miseria”.

Erasmo infiere que si Dios nos manda hacer algo, deberíamos ser capaces de llevarlo a cabo o de lo contrario estaría siendo cruel e injusto. Lutero no cree que el libro de Eclesiástico sea parte del Canon, pero para no desviarse del punto central de la controversia deja el asunto de la canonicidad a un lado y se defiende más bien apelando al uso evangélico de la ley: esta es “una estrategia divina para hacerle a su criatura impotente su misma impotencia”.

Lutero dice al respecto: “si Dios procediere con nosotros como padre con sus hijos, para hacernos ver nuestra impotencia a los que somos ignorantes, o para ponernos al tanto de nuestra enfermedad cual médico concienzudo, o para jugarnos una mala partida a los que como enemigos suyos resistimos arrogantemente a su decisión, y si a tal efecto nos pusiese ante la vista sus leyes (como manera más fácil de alcanzar su propósito) y dijese: ‘Haz, oye, guarda’, o ‘si oyeres, si quisieres, si hicieres’, ¿acaso se podría sacar de ello esta conclusión como conclusión valedera: ‘así que tenemos la capacidad de hacerlo libremente, o Dios se burla de nosotros’? ¿Por qué no llegar antes bien a esta otra conclusión: ‘Así que Dios nos pone a prueba para llevarnos mediante la ley al conocimiento de nuestra impotencia en caso de ser sus amigos, o para jugarnos en verdad y merecidamente una mala partida y burlarse de nosotros en caso de ser arrogantes enemigos’? Tal es, en efecto, el motivo que Dios tuvo al dar su ley, como lo enseña Pablo [Rom. 3:20]. Pues el hombre es por naturaleza ciego, de modo que desconoce sus propias fuerzas o mejor dicho enfermedades. Además, en su arrogancia se imagina saber y poderlo todo. Para curar esta arrogancia e ignorancia, el remedio más eficaz que Dios es confrontar al hombre con su divina ley”.

Erasmo argumenta en la Diatriba que “una tan grande cantidad de exhortaciones que hay en las Escrituras, tantas promesas, amenazas, demandas, reprensiones, súplicas, bendiciones y maldiciones, tantísimos mandamientos forzosamente quedarán invalidados si nadie tiene la capacidad de guardar lo que se mandó”.

A esto Lutero responde que Erasmo confunde una inferencia posible con una necesaria, al mismo tiempo que pierde de vista que su argumento trabaja más en contra suya que contra Lutero. Si todos esos textos prueban lo que Erasmo pretende extraer de ellos, debemos concluir entonces que Pelagio tenía razón: la caída no afectó a la descendencia de Adán; pero esa era una compañía en que la Erasmo no quería estar. Más aun, deberíamos concluir que el hombre es capaz de guardar perfectamente la ley de Dios porque eso es lo que la ley exige del hombre (comp. Gal. 3:10; Santo 2:10).

Otro texto que Erasmo cita en su Diatriba es Juan 1:12: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. “¿Cómo se les da a ellos la potestad de ser hijos de Dios – pregunta Erasmo, si no existe ninguna libertad de nuestra voluntad?”

Lutero responde: “También este pasaje es un golpe de martillo contra el libre albedrío, como lo es casi todo el Evangelio según San Juan, y sin embargo se lo aduce a favor del libre albedrío. Veamos un poco este pasaje. Juan no habla de ninguna obra hecha por el hombre, ni grande ni pequeña, sino precisamente de esa innovación y transformación del hombre viejo que es un hijo del diablo, en el hombre nuevo que es hijo de Dios. Aquí el hombre desempeña un papel estrictamente pasivo, como se dice; él no hace nada, sino que ‘es hecho’ en su totalidad. En efecto, Juan habla del ‘ser hecho’; dice que ‘son hechos hijos de Dios’ por la potestad que Dios nos da, no por la fuerza del libre albedrío que nos es innata”.

Otro de los textos citados por Erasmo en su Diatriba, objetando el uso que hace Lutero de este pasaje a favor de su doctrina, es la declaración del Señor en Juan 15:5: “Separados de mí nada podéis hacer”, la cual, según Erasmo “quiere decir, no lo podéis hacer en forma perfecta”.

A lo que Lutero responde: “Ni yo mismo puedo dejar de admirar la rara habilidad retórica de ese defensor del libre albedrío, que enseña a modificar los testimonios de la Escritura según convenga, mediante interpretaciones apropiadas, de manera que en realidad sirvan de prueba a favor del libre albedrío, es decir, que logren no lo que deben lograr, sino lo que es de nuestro agrado”.

Y más adelante añade: “si no eres capaz de probar que el ‘nada’ en este pasaje no sólo puede tomarse sino que debe tomarse en el sentido de ‘poco’, toda tu diligencia en acumular palabras y ejemplos fue en vano y nada más que un luchar con pajas secas contra las llamas… Si no puedes aportar esta prueba, nos quedamos con el significado natural y gramatical del vocablo y nos reímos de tus tropas y de tus triunfos”.

Lutero pudo probar su postura frente a la de Erasmo no sólo en forma brillante, sino también, y más importante aún, basándose en el claro testimonio de la Escritura sobre la condición en que se encuentra la voluntad humana después de la caída.

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lunes, 8 de febrero de 2010

La doctrina del libre albedrío en el catolicismo romano después del Concilio de Trento

Como era lógico suponer, la Reforma Protestante volvió a poner sobre el tapete la antigua controversia del semipelagianismo. La respuesta del Concilio de Trento (entre 1545 al 1563) dejó claramente establecida cuál era la posición de la Iglesia Católica romana.

En los primeros tres cánones sobre la justificación la iglesia repudia claramente las doctrinas de Pelagio. Pero en los próximos dos declara lo siguiente.

CAN. IV. “Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo; sea excomulgado”.

Expresado de manera positiva, los teólogos del concilio están aseverando en este canon que el hombre coopera con Dios en su salvación asintiendo cuando Dios mueve y excita su voluntad. La teología agustiniana no se opone a esta declaración, siempre que entendamos que la cooperación del hombre es el fruto del cambio que Dios ha hecho en su voluntad por medio de su gracia.

En otras palabras, según Agustín, “este asentimiento es un resultado de la operación monergística de Dios en la voluntad esclavizada del pecador”. De manera que esta terminología del concilio deja abierta el punto más crítico de la controversia: quien hace que el primer movimiento en la salvación.

Por otra parte, los teólogos de Trento pierden el foco de la cuestión al anatematizar a todos aquellos que declaren que el pecador “no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo; sea excomulgado”.

Ni Agustín ni los reformadores enseñaron que la gracia irresistible de Dios obliga al pecador de tal manera que este no puede disentir aunque quisiera. La gracia irresistible de Dios obra de tal manera en el pecador que éste no disiente precisamente porque no quiere disentir. Ni Agustín ni los reformadores consideran la voluntad del pecador como una cosa inanimada, aunque tanto uno como los otros enseñaron que el hombre es pasivo al recibir la gracia de la regeneración.

CAN. V. “Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre está perdido y extinguido después del pecado de Adán; o que es cosa de solo nombre, o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción introducida por el demonio en la Iglesia; sea excomulgado”.

Una vez más los teólogos de Trento pierden el foco. Agustín no enseño que el libre albedrío humano se hubiese “extinguido después del pecado de Adán”; los reformadores tampoco. “Lo que se extinguió, según Agustín, fue la libertad, la habilidad moral de hacer el bien”.

Más adelante, en los cánones 6 y 9, declaran:

CAN. VI. “Si alguno dijere, que no está en poder del hombre dirigir mal su vida, sino que Dios hace tanto las malas obras, como las buenas, no sólo permitiéndolas, sino ejecutándolas con toda propiedad, y por sí mismo; de suerte que no es menos propia obra suya la traición de Judas, que la vocación de san Pablo; sea excomulgado”.

CAN. IX. “Si alguno dijere, que el pecador se justifica con sola la fe, entendiendo que no se requiere otra cosa alguna que coopere a conseguir la gracia de la justificación; y que de ningún modo es necesario que se prepare y disponga con el movimiento de su voluntad; sea excomulgado”.

Refiriéndose a éste último canon dice Calvino: “Este canon está muy lejos de ser canónico, pues une cosas completamente distintas. Imagina que nosotros enseñamos que Dios justifica al hombre sin ningún previo movimiento o inclinación de la voluntad humana, como si no fuera con el corazón que un hombre que le para justificación. Entre ellos y nosotros ahí está diferencia: ellos aseguran que la inclinación de la voluntad procede del hombre mismo, nosotros sostenemos que la fe es un acto voluntario, en efecto, pero porque Dios ha movido nuestras voluntades atrayéndolas hacia El. Añadamos a esto que, cuando decimos que el hombre es justificado por la fe solamente, no estamos imaginando una fe vacía de amor, sino que queremos decir que sólo la fe es la causa de nuestra justificación”.

Esta sección sobre la justificación concluye con el siguiente canon:

CAN. XXXIII. “Si alguno dijere, que la doctrina católica sobre la justificación expresada en el presente decreto por el santo Concilio, deroga en alguna parte a la gloria de Dios, o a los méritos de Jesucristo nuestro Señor; y no más bien que se ilustra con ella la verdad de nuestra fe, y finalmente la gloria de Dios, y de Jesucristo; sea excomulgado”.

“¡Una precaución ingeniosa!” – dice Calvino. “Nadie debe leer lo que todo el mundo ve: que casi han llegado al extremo de anular tanto la gloria de Dios como la gracia de Cristo. Pero, sin embargo, se atreven a lanzar las más graves imprecaciones en contra de quien quiera que se atreva a pensar que se han alejado tanto de la una como de la otra. Es como si un hombre cometiera un asesinato en plena plaza pública, delante de los ojos de todo el mundo, y sin embargo prohibiera el que nadie pensara que el crimen tan abiertamente cometido se había producido. Pero en este caso, [estos] se delatan a sí mismos, al lanzar un anatema contra los que se atrevan a percibir la impiedad de la cual ellos mismos son tan conscientes”.

Resulta evidente que en el concilio de Trento el catolicismo romano selló su alejamiento de la perspectiva de Agustín sobre el libre albedrío. Esa es la posición actual de la Iglesia Católica Romana, como vemos en estas declaraciones del Nuevo Catecismo:

1730 Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios ‘dejar al hombre en manos de su propia decisión’ (Si 15,14.), de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección” (GS 17).

1731 La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.

1732 Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.


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domingo, 7 de febrero de 2010

Para meditar en el día del Señor: Jesús o Barrabás

Si hay algo que quedó claramente establecido en el juicio contra Jesús es que era inocente de los cargos que le imputaban. Ese fue el testimonio de Judas, el discípulo que lo vendió por 30 piezas de plata; la conciencia no lo dejó vivir sabiendo que había entregado “sangre inocente” (Mateo 27:3-4).

En medio del proceso Pilato recibió una nota de su esposa que decía: “No tengas nada que ver con ese justo” (Mateo 27:19). Y el mismo Pilato intentó en vano soltarle porque estaba convencido de su inocencia; y cuando finalmente lo entregó para ser crucificado, dice el relato evangélico que “tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo” (Mateo 27:24). Sin embargo, y contra toda evidencia, fue condenado a morir.

El Señor Jesucristo, por Su parte, aunque era inocente guardó silencio delante de Sus acusadores (Mateo 26:62-63; 27:12-14). Él estaba determinado a ir a la cruz para dar Su vida en lugar de aquellos que no lo eran. En silencio asumió la culpa de otros y aceptó morir en lugar de ellos. De haberse defendido y haber ganado Su caso nos habría dejado a todos en nuestra culpabilidad.

Lo que estaba en juego en ese juicio, entonces, no era la suerte de Cristo, sino el destino eterno de todos aquellos a quienes él vino a salvar.

El caso de Barrabás ilustra esta verdad evangélica en una forma impactante. Por uno de esos misterios de la providencia el destino de este malhechor quedó ligado al de nuestro Señor Jesucristo cuando Pilato puso al pueblo a elegir entre los dos. Si Jesús era absuelto Barrabás sería condenado, si Jesús era condenado Barrabás sería absuelto. Su libertad dependía de que condenaran a Cristo.

Finalmente Pilato dictó su veredicto: Cristo era inocente, pero aun así debía morir, y por ese veredicto absurdo Barrabás quedó en libertad, al menos en lo que respecta a la justicia humana. Ese fue el verdadero drama de la cruz sólo que en una dimensión aún más profunda: “El justo murió por los injustos, para llevarnos a Dios” (1Pedro 3:18).

Cristo fue juzgado y condenado en el tribunal de los hombres para que los pecadores pudiesen ser absueltos en el tribunal de Dios por medio de la fe en él. He ahí la esencia del evangelio: los pecadores merecen la muerte por sus pecados (Romanos 6:23), pero Cristo satisfizo la justicia divina muriendo en la cruz del Calvario, “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

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jueves, 4 de febrero de 2010

La doctrina del libre albedrío y el pecado original durante la Edad Media temprana

Agustín fue venerado durante la Edad Media temprana, pero aun aquellos que decían defender sus doctrinas o no entendían del todo las implicaciones de sus enseñanzas o trataban de “suavizarla”. En esta entrada veremos dos casos opuestos dos “defensores” de Agustín.

Gregorio el Grande

Uno de los personajes más importantes al inicio del período conocido como Edad Media fue Gregorio el Grande. Nacido en Roma alrededor del 540 d. C. fue elegido Papa en el 590 luego de haberse dedicado por entero a la vida religiosa.

Gregorio no pretendía ser un pensador original; de hecho, según él todo lo que parecía novedoso debía evitarse a toda costa, “pues la tarea del maestro cristiano no es decir algo nuevo, sino repetir lo que la iglesia había enseñado desde su mismo nacimiento”.

Durante el Siglo VI Gregorio defendió la antropología de Agustín; sin embargo, el suyo es un agustinianismo moderado, como habría de ocurrir a partir de entonces con la mayoría de sus defensores, debido precisamente al hecho de que “durante la Edad Media, Agustín fue entendido solamente tal como era interpretado por Gregorio”, como dice Berkhof.

Justo L. González señala: “A pesar de toda su sabiduría, Gregorio vivió en un tiempo de ignorancia, y en cierta medida tenía que ser partícipe de esa ignorancia. Además, por el solo hecho de tomar a Agustín como maestro infalible, Gregorio tuerce el espíritu mismo de su maestro venerado, cuyo genio estuvo, en parte al menos, en su mente inquieta y sus conjeturas aventuradas. Lo que para Agustín no fue sino suposición, en Gregorio se vuelve certeza”.

Al igual que Agustín, Gregorio enseñaba que por el pecado de Adán toda su descendencia vino a ser pecadora y sujeta a la condenación. “Pues la raza humana – dice Gregorio – se corrompió en su primer padre como en la raíz y ha transmitido esa esterilidad a sus ramas”.

Sin embargo, “él consideraba el pecado como una debilidad o enfermedad más bien que culpa, y enseñaba que el hombre no perdió el libre albedrío sino sólo la buena voluntad… El cambio del hombre se inicia en el bautismo, el cual obra la fe y cancela la culpa de los pecados del pasado. La voluntad es renovada y el corazón se llena con el amor de Dios, y de este modo, el hombre es capacitado para merecer algo de Dios… Aun cuando habla de la gracia irresistible, y de la predestinación, como el secreto consejo de Dios respecto a un número cierto y definido de los elegidos, ésta sólo es, después de todo, una predestinación basada en el pre-conocimiento. Dios llama a la salvación un cierto número definido, puesto que Él sabe que ellos aceptaran el Evangelio”.

Esa es la razón, según él, por la que Dios se refiere a los creyentes como elegidos, “porque percibe – dice Gregorio – que perseverarán en la fe y en las buenas obras”.

Esta fue la interpretación de Agustín aceptada generalmente durante la temprana Edad Media. Y aunque surgieron algunas voces que defendieron un agustinianismo más puro, tales voces fueron acalladas.

Godescalco de Orbais

Tal fue el caso de Godescalco de Orbais (803 aprox. al 868). Luego de una vida perturbada, Godescalco encontró la paz de su alma en la doctrina de la elección, a la cual él llamaba “la más saludable de las verdades”.

“Así como el Dios inmutable predestinó inmutablemente a todos sus elegidos a la vida eterna desde antes de la fundación del mundo por su gracia gratuita, así este mismo Dios inmutable ha predestinado inmutablemente por su justo juicio a muerte justamente eterna a todos los réprobos que en el día del juicio serán condenados a causa de sus deméritos”.

De manera que para él, lo mismo que para Agustín, “la obra redentora de Cristo sólo atañe a los predestinados”.

Su doctrina fue condenada en Maguncia en el 848, mientras él fue castigado severamente y condenado a prisión perpetua. Sus adversarios se sentían atemorizados por las “peligrosas consecuencias” que la doctrina de predestinación como la enseñaba Godescalco podían traer sobre la iglesia:

“Los sacramentos perderían entonces su valor – decían ellos, y llegarían a ser una mera forma y trivialidad; la motivación de las obras buenas, es decir, la idea de los castigos y recompensas, desaparecería y la vida moral… sería destruida”.

Los adversarios de Godescalco no estaban unificados en cuanto al tema de la predestinación, por lo que el debate continuó aún después de su condena. Este debate produjo las declaraciones de los Concilios de Quiercy y de Valencia en el 853 y 855 respectivamente. El primero adoptó una postura semipelagiana, mientras que el segundo adoptó un agustinianismo moderado.


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miércoles, 3 de febrero de 2010

La controversia semipelagiana

Luego de la muerte de Agustín sus puntos de vista sobre el pecado y la gracia no eran aceptados universalmente. Como era de esperarse, entre los monjes del norte de África la mayoría defendía la antropología agustiniana, pero aún entre ellos existían disputas en cuanto al significado de algunos aspectos en torno a la relación de la gracia, el libre albedrío y la predestinación.

Es así como surge el semipelagianismo, un intento de encontrar una síntesis entre la postura de Agustín y la de Pelagio. Ambos grupos, agustinianos y semipelagianos, condenaban el pelagianismo como una doctrina herética, pero al mismo tiempo veían la controversia entre el agustinianismo y el semipelagianismo “como un debate intramuro entre creyentes. Aunque los asuntos envueltos eran considerados por ambos lados como sumamente serios, ellos no lo consideraban tan serio como para ser parte esencial de la fe cristiana” (R. C. Sproul).

Esta oposición a las doctrinas de Agustín encontró su más fuerte oposición en el sur de las Galias. Aún estando en vida, Agustín tuvo que enviar algunas cartas a dos de sus defensores, Próspero de Aquitania e Hilario de Arlés, quienes le informaron “que gente de alta posición y de elevado carácter, que en otros puntos admiraban y respetaban a Agustín se oponían obstinadamente a su doctrina de la predestinación, citando a Agustín contra sí mismo”.

Esto movió a Agustín sus últimas dos obras en respuesta: “Sobre la Predestinación de los Santos” y “El Don de la Perseverancia”. Los principales defensores del semipelagianismo en esa región fueron Juan Casiano, Vicente de Lerins y Fausto de Riez.

Juan Casiano, de quien se dice que fue discípulo de Juan Crisóstomo, fundó dos monasterios en Marsella, donde también escribió algunas de sus obras más importantes. Su nombre se asocia de tal modo al semipelagianismo que esta posición teológica llegó a ser conocida como “casianismo”.

Casiano condena la doctrina de Pelagio, pero al mismo tiempo evita la posición de Agustín. Dice Casiano: “Tan pronto como [Dios] descubre en nosotros el comienzo de una buena voluntad, la ilumina y alienta e incita hacia la salvación, haciendo crecer lo que él mismo plantó, o lo que ha visto surgir por nuestro propio esfuerzo”.

Casiano defiende firmemente la necesidad de la gracia de Dios para poder hacer algo bueno, pero al mismo tiempo ve necesario preservar el libre albedrío. Según él la gracia y el libre albedrío operan juntas: “Así, pues, la gracia de Dios coopera siempre para el bien con nuestra voluntad, y en todas las cosas la asiste, protege y defiende”.

Aunque Casiano entiende que la voluntad del hombre está dañada por causa del pecado, aun así disfruta de cierta libertad, “en virtud de la cual puede volverse a Dios… El pecador, pues, no está muerto, sino herido. La gracia se manifiesta, no como operans, sino como coperans; no ha de atribuírsele actividad exclusiva sino sinergia”. Para Casiano, la fe precede la regeneración, mientras que para Agustín “la iniciativa divina es una condición previa necesaria para la fe”.

El semipelagianismo resultó ser muy atractivo para todos aquellos que se oponían al agustinianismo puro, pues temían que la libertad humana fuese aniquilada y que la doctrina del fatalismo se introdujera en la iglesia. Aparte de esto, rechazaban también otras consecuencias que, según ellos, podían derivarse de la posición de Agustín.

En este punto es importante señalar que el monergismo de Agustín no es absoluto. Como bien señala R. C. Sproul comentando acerca del monergismo de Agustín: “Esta perspectiva es claramente monergística en el punto inicial del movimiento del pecador de la incredulidad a la fe. Todo el proceso, sin embargo, no es monergístico. Una vez en la gracia operativa de la regeneración es provista, el resto del proceso es sinergístico. Esto es, después que el alma ha sido cambiada por la gracia efectiva o irresistible, la persona misma escoge a Cristo. Dios no hace la decisión por él. Es la persona la que cree, y no Dios la que cree por ella. Más aún, el resto de la vida cristiana de santificación se manifiesta en un patrón sinergístico”.

Y luego añade: “Cuando el Agustinianismo es definido como monergístico, uno debe recordar que éste es monergístico con respecto al comienzo de la salvación, no a todo el proceso. El Agustinianismo no rechaza todo sinergismo, sino que rechaza un sinergismo que es todo sinergismo”.

Este debate continuó por mucho tiempo, en una batalla en la que los semipelagianos ganaron la partida inicial en el Sínodo de Arlés (472) y el Sínodo de Lyon (475). Pero finalmente fue condenado en el Segundo Sínodo de Orange (529). Allí quedó establecido que “la caída de Adán corrompió a todo el género humano, el cual no recibe la gracia de Dios porque la pide, sino viceversa. El punto de partida de la fe… no corresponde a la naturaleza humana, sino a la gracia de Dios. El libre albedrío por sí solo es incapaz de llevar a persona alguna a la gracia del bautismo, ya que ese mismo libre albedrío, que ha sido corrompido por el pecado, sólo puede ser restaurado por la gracia del bautismo. Adán abandonó su estado original por su propia iniquidad; los fieles dejan su estado de iniquidad por la gracia de Dios. La fortaleza cristiana no se basa en la voluntad de nuestro albedrío, sino en el Espíritu Santo, que nos es dado. La gracia no se basa en mérito alguno, y sólo por ella el humano es capaz de hacer el bien, pues todo lo que tiene aparte de ella es miseria y pecado”.

La doctrina de la predestinación y de la gracia irresistible fueron, en cierto modo, pasadas por alto en la declaración del sínodo. Por otro lado, se debe notar que al igual que Agustín, en el Sínodo de Orange se declaró que la gracia de la regeneración es impartida por medio del bautismo. Muchos años más tarde esta doctrina sería ampliamente rechazada por los Reformadores protestantes.

En resumen, podemos decir que al final de esta controversia ninguno de los dos bandos venció completamente. Si bien el semipelagianismo fue condenado, tampoco el agustinianismo fue completamente aceptado. Y con el paso de los años el primero volvería a ocupar una posición de supremacía por encima del segundo, por más que la Iglesia Católica se empeñe en honrar a Agustín como campeón de la ortodoxia en el Siglo V.

Reinhold Seeberg dice lo siguiente al respecto: “La doctrina de la gracia sola resultó, pues, victoriosa, pero la doctrina agustiniana de la predestinación fue abandonada. La gracia irresistible de la predestinación fue derrotada por la gracia sacramental del bautismo. La doctrina de la gracia fue colocada de esa manera en la más íntima relación con el catolicismo popular, así como la exaltación de las buenas obras como la meta del impartimiento de la gracia divina”.


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