Misión del Blog

Proclamar el señorío de Jesucristo sobre todos los aspectos de la cultura

lunes, 30 de noviembre de 2009

El sistema evangelístico de invitación: una práctica anti bíblica y peligrosa

A veces escuchamos en ciertos círculos evangélicos comentarios similares a este: “En tal o cual campaña evangelística se convirtieron ‘equis número’ de personas (5 ó 10 ó 20, y así por el estilo)”. Y ¿cómo pueden saberlo con tanta precisión? Porque lo que tales personas quieren decir realmente es que al final de la predicación, el predicador hizo un llamado a que levantaran su mano o vinieran al frente del auditorio todos cuanto quisieran aceptar a Cristo, y ese número de personas aceptó el llamado.

Esta práctica es tan común hoy día que muchas personas se asombrarían al descubrir que no sólo no encuentra apoyo en las Escrituras, sino que nunca fue practicado por la Iglesia, por ninguna iglesia, en los primeros 1800 años del cristianismo.

Cristo nunca llamó a los pecadores a que levantaran su mano y den un paso al frente para dar a conocer su decisión de seguirle; tampoco lo hicieron los Apóstoles, ni ningún predicador hasta el siglo XIX. Esa metodología evangelística nunca fue practicada en la Iglesia de Cristo, sino hasta mediados del siglo XIX, cuando un hombre llamado Charles Finney comenzó a hacer uso de lo que él llamaba “el cuarto ansioso”, un lugar en el que se invitaba a entrar a todos aquellos que se sentían convictos de pecado y deseaban ser salvos.

Poco a poco el cuarto ansioso se fue transformando en lo que hoy conocemos como el sistema de invitación, cuando el predicador llama a los pecadores a levantar su mano y a venir al frente de la Iglesia para dar a conocer su decisión de seguir a Cristo.

Esto es algo tan comúnmente practicado en los púlpitos modernos que pocos considerarían necesario detenerse a pensar si tenemos garantía bíblica para hacer tal cosa; de hecho, muchos no sabrían cómo predicar el evangelio a los pecadores sin usar este sistema de invitación.

¿Quién era Charles Finney? Un evangelista del siglo antes pasado que negó rotundamente la doctrina de la Total Depravación del hombre y de su imposibilidad para salvarse sin la obra todopoderosa de la gracia de Dios.

Para Charles Finney el hombre no ha perdido la capacidad de obedecer a Dios, y por lo tanto, puede decidir en cualquier momento, sin la ayuda del Espíritu Santo, cambiar por completo el rumbo de su vida. Él decía que eso es la regeneración, el cambio de ruta que toma el pecador cuando decide seguir a Cristo.

Por tanto, todo lo que se requiere para ser salvo es una decisión del pecador. En otras palabras, todo lo que se necesita para ser cristiano es que el hombre decida hacerse cristiano, sin ninguna intervención divina. Lo único que hace el Espíritu Santo es persuadirnos a través de la verdad para que obedezcamos el evangelio, pero nada más.

El cambio, según Finney, podemos producirlo nosotros mismos por medio de una resolución que debe ser públicamente manifestada a través de algún acto físico como ponerse de pie, venir al frente del auditorio, o algo similar. Eso según Finney, es venir a Cristo.

Pero ¿es eso lo que enseñan las Escrituras? Por supuesto que no. Esta enseñanza contradice abiertamente las palabras del Señor en Jn. 6:44 “Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no lo atrae”.

Si venir a Cristo es algo que el pecador puede hacer con sólo quererlo, y no es otra cosa que una decisión pública manifestada a través de levantar la mano o pasar al frente, entonces no se necesita ninguna asistencia especial del Padre para llevarlo a cabo. Yo no necesito una obra especial del Espíritu de Dios para levantar mi mano, a menos que tenga algún impedimento físico severo. Pero Cristo dice aquí nadie puede venir a Él a menos que el Padre no lo traiga. Se trata de algo que nadie puede hacer sin la asistencia divina.

Esta enseñanza descansa en un serio error doctrinal conocido como Pelagianismo. Pelagio fue un hereje del Siglo V que decía que la voluntad humana no fue afectada con la caída, y que uno puede hacerse bueno con sólo proponérselo. La regeneración es una obra del hombre, decía Pelagio, no de Dios.

Y algo similar dicen hoy los arminianos. Pero ¿acaso no contradice esto abiertamente lo que Pablo nos dice en Ef. 2:1-3, que el hombre natural está muerto en sus delitos y pecados? “Y él os dio vida a vosotros cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados”.

Más aún, Pablo dice en Ef. 1:19 que si hemos creído en Cristo fue porque en nosotros actuó el extraordinario poder de Dios. Atribuir la conversión y el nuevo nacimiento a una simple decisión humana, no sólo es atribuir al pecador una capacidad que no posee, sino que es robarle a Dios Su gloria. Escuchen lo que dice en Jn. 1:12-13:

“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”.

En el nuevo nacimiento no intervienen ni la ascendencia física ni la voluntad humana. Es un nacimiento operado por Dios en el hombre. Los hijos de Dios vienen a ser hijos por la voluntad de Dios.

No importa cuántos frutos aparentes se han podido cosechar con este sistema anti bíblico de invitación; debemos rechazar toda práctica que no sea sustentada por la Palabra de Dios. Este sistema pelagiano y arminiano supone que el pecador posee una capacidad que en realidad es ajena a él: la capacidad de cambiar por sí sólo el rumbo de su vida.

Pero más aún, sugiere a los pecadores una condición de salvación que no está en la Biblia. Dios no ha ordenado a los pecadores que pasen al frente de la iglesia para ser salvos, pero como bien ha dicho alguien: “muchas veces aquellos que no pasan al frente son llevados a creer que no están obedeciendo al Espíritu, y por lo tanto, que no están obedeciendo a Dios. Pero esta es una culpa sicológica falsa, porque Dios nunca ordenó tal cosa jamás ni fue practicada por el NT”.

El texto que generalmente se cita para presionar al pecador en ese sentido es Mt. 10:32-33, o sus textos paralelos en los otros evangelios: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos”.

Ahora bien, ¿está enseñando Cristo aquí que nos hacemos cristianos cuando usamos nuestras cuerdas vocales para confesarle a Él, o cuando alzamos nuestras manos, o cuando venimos al frente de una Iglesia? ¿Es esa la manera en que nos hacemos cristianos? ¿O está enseñando más bien que una marca distintiva de los que ya son cristianos es confesar a Cristo ante los hombres?

Confesar a Cristo es un deber que tiene todo creyente, pero no es la forma en que nos hacemos cristianos, ni mucho menos el instrumento a través del cual se opera el nuevo nacimiento. Cristo dice en Jn. 3 que para ser salvo se necesita un nuevo nacimiento obrado por el Espíritu Santo en el corazón.

Y lo que es todavía peor, a los que pasan al frente se les hace creer que han hecho lo que tenían que hacer, y que debido a su decisión ahora son salvos. “Has dado un voto por Jesús, te has decidido por Jesús, y eso es todo lo que se requiere para ser salvo”. Tristemente muchos van camino al infierno basados en ese engaño. Venir a Cristo no tiene nada que ver con un acto físico.

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.
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viernes, 27 de noviembre de 2009

¿Cómo abordar el tema de la música en la adoración?

Para nadie es un secreto que el uso de la música y el canto en la adoración en la iglesia ha sido motivo de mucha controversia a lo largo de la historia. Rara vez ha habido una época en la que esto no haya sido una causa de problemas y división.

Martin Lloyd-Jones hace referencia a una expresión que se usaba en Gales para referirse a este fenómeno: “el demonio del canto”; y “es que esta cuestión de cantar causaba más peleas y divisiones en las iglesias que prácticamente cualquier otra cosa, cantar daba al diablo más oportunidades para entorpecer e interrumpir la obra que cualquier otra actividad en la vida de la iglesia” (La predicación y los predicadores; pg. 296-297).

Podemos aventurarnos a dar algunas explicaciones de este hecho. Por un lado está la importancia que tiene la adoración en la vida del creyente. Nosotros fuimos salvados para adorar a Dios (comp. Jn. 4:23); y una parte fundamental de esa adoración toma lugar a través de nuestros cánticos.

Por el otro lado, precisamente por ser la adoración a Dios algo de extrema importancia en la vida cristiana, no debe extrañarnos que Satanás nos ataque en esta área. Nuestra lucha no es “contra sangre y carne” (Ef. 6:12), y mientras más apercibidos estemos de eso, más cuidado tendremos en la actitud que asumimos para con aquellos hermanos que no piensan como nosotros en este tema.

Otra explicación posible de esta controversia es la forma subjetiva como tendemos a abordar este asunto. Para muchas personas la música es moralmente neutra y, por lo tanto, la decisión que hagamos en cuanto al uso de ésta en la adoración dependerá mayormente de nuestros gustos y preferencias personales. Más aún, algunos presuponen que si nos oponemos al uso de cierta clase de música en la adoración la razón primordial es porque no nos gusta, y no porque tengamos alguna razón objetiva para oponernos a ella.

No resulta difícil entender por qué esa clase de prejuicio puede levantar malos sentimientos en el corazón. Los que defienden tal o cual estilo de música pueden sentirse que están tratando de meterlos en una camisa de fuerza, sin otra razón que las inclinaciones de ciertas personas en la iglesia; mientras que los que se oponen se sienten incomprendidos e impotentes, ya que están percibiendo un peligro (sea real o no) que los demás no ven ni parecen querer ver.

Debo adelantar aquí que todos somos susceptibles de oponernos a algo simplemente porque no nos gusta. Nuestras preferencias personales tienden a teñir nuestro juicio y esto es algo de lo que debemos cuidarnos conscientemente.

También debo señalar que no podemos asumir que en esta controversia la verdad siempre ha estado del lado de los que se oponen al uso de cierta clase de música. En la historia de la iglesia no han faltado quienes se oponen a todo tipo de cambio por un mero tradicionalismo.

Algunos en la iglesia católica romana ven como una aberración los cambios que se han producido en su liturgia a raíz del Concilio Vaticano II. Pero este sentimiento no es propiedad exclusiva del catolicismo romano; en el pueblo evangélico no han faltado aquellos que se oponen a todo cambio, simplemente porque atenta contra la tradición.

Lo antiguo no es bueno por ser añejo, ni lo nuevo es malo por ser novedoso. Si creemos en la suficiencia de las Escrituras debemos presuponer que Dios ha revelado principios claros y permanentes por los cuales guiarnos, sobre todo tomando en consideración la importancia que se da a la adoración en la vida del cristiano y en el ministerio de la iglesia.

De manera que debemos abordar este problema partiendo de la premisa de que la Escritura es suficiente para saber cómo conducirnos apropiadamente “en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad” (1Tim. 3:14).

El hecho de que este tema sea tan controversial nos dice de antemano que no se trata de un asunto sencillo. Pero bien vale la pena el esfuerzo de abordarlo, Biblia en mano y en dependencia del Espíritu Santo, por cuanto se trata de un aspecto esencial de la vida y ministerio de la iglesia y de los miembros que la componen.

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jueves, 26 de noviembre de 2009

“All you need is love”?

New video game The Beatles: Rock Band released today

Algunas personas se oponen a la ley moral de Dios argumentando que el amor es una fuerza motivadora lo suficientemente poderosa como para llevarnos a hacer lo bueno sin necesidad de la ley. “No es necesario que nos presionen con el asunto de obedecer la ley de Dios; mi amor por El es suficiente para llevarme a hacer lo que es correcto. Yo no necesito la ley”.

Ellos llaman a esto una nueva moralidad; una moralidad basada en el amor, no en la ley de Dios. Argumentan que el amor ha sustituido la ley y la ha dejado inoperante. “Si hay amor, no necesitamos la ley; el amor por sí solo se encargará de llevarnos al camino por donde debemos andar”.

¿Qué podemos decir a todo esto? Todo verdadero cristiano desea agradar a Dios, y todos sabemos que la voluntad de Dios se encuentra revelada en las Escrituras. La pregunta es: ¿Se limita Dios en la Biblia, y más particularmente en el NT, a decirnos “ama”, y no dice nada más? ¿O encontramos más bien mandamientos específicos que nos dicen lo que debemos y no debemos hacer?

¿Qué tenemos en la Biblia, una exhortación general al amor, o mandamientos específicos? Las dos cosas. El amor a Dios y la ley de Dios no son dos cosas antagónicas, sino más bien complementarias. No es una cosa o la otra, sino más bien una cosa y la otra.

El mundo de hoy está cosechando el fruto de este divorcio que se estableció en la sociedad occidental en la década de los sesenta entre la ley y el amor. Esa fue la época de los hippies, cuyo lema era el amor, pero divorciado de todo tipo de atadura moral.

All you need is love (“Todo lo que necesitas es amor”) decía una canción de los Beatles que se hizo famosa en aquellos días, tan famosa que vino a ser como una especie de himno para esa generación.

Necesitamos amar, pero necesitamos también una ley que nos diga lo que implica este amor en un sentido práctico. “El amor no hace mal al prójimo, dice Pablo en Rom. 13:10; así que el cumplimiento de la ley es el amor”. No debemos divorciar el amor de la ley; estas dos cosas caminan de la mano en las Escrituras, y lo que Dios juntó no lo separe el hombre.

Dice Ernest Reisenger al respecto: “Establecer una falsa antítesis entre la ley y el amor (como si éstas fuesen ideas opuestas y en conflicto) es una de las formas más sutiles de socavar los Diez Mandamientos, la moral bíblica, y el verdadero cristianismo. Ciertamente hay una diferencia entre la ley y el amor, pero hay también una conexión inmutable. El dejar de ver esta relación que no cambia ha guiado a muchos a incontables errores, herejías, y descalabro espiritual”.

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miércoles, 25 de noviembre de 2009

25 de Noviembre: un recordatorio vergonzoso y revelador

Victims Of Rape Speak Out
Hoy el mundo celebra el Día Internacional de la No Violencia Contra la Mujer, fecha escogida en conmemoración del asesinato de las hermanas Mirabal por orden del dictador Trujillo, el 25 de Noviembre de 1960.

Esta fecha nos recuerda una realidad actual muy vergonzosa y alarmante: el alto número de mujeres que son sometidas a diario a todo tipo de maltrato, tanto físico como psicológico, con la agravante de que no es poco común que los causantes de tales abusos suelan ser aquellos que debían jugar más bien un papel amante y protector: sus propios maridos.

Analizar a profundidad las causas de este mal escapa al alcance de un breve artículo, pues los factores que inciden en esas conductas aberrantes son muchos y muy variados.

Sin embargo, no es menos cierto que todos ellos tienen un factor común: la pecaminosidad humana. Enfocar este problema únicamente desde un punto de vista sociológico, económico o educativo es perder de vista la causa esencial de esta problemática.

Esos factores son importantes indudablemente, pero su importancia es relativa en comparación con este factor principal: los seres humanos, aunque creados a la imagen de Dios, han sido dañados por causa del pecado, son seres egoístas y llenos de pasiones que, dejadas sin control, tienen el potencial de hacer mucho daño.

Se necesita una transformación que comience en el asiento de nuestra personalidad y alcance desde ahí todas las áreas de nuestra vida. Y esa transformación sólo puede ser producida por medio de la obra redentora de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Eso no elimina el deber de las autoridades a proteger a la mujer abusada, y actuar con determinación en estos casos aplicando sanciones severas y ejemplarizantes; la Biblia dice que una de las obligaciones de las autoridades civiles es la de castigar al que hace lo malo y frenar así el avance de la maldad.

Cuando no se castiga al malhechor se castiga la ciudadanía: “Como la sentencia contra una mala obra no se ejecuta enseguida, por eso el corazón de los hijos de los hombres está en ellos entregados enteramente al mal” (Eclesiastés 8:11).

Pero el Estado no puede transformar al hombre; abusadores y abusados necesitan ampararse en la gracia transformadora de Dios, que ha sido puesta a disposición de todos aquellos que vienen a Cristo en arrepentimiento y fe. No es una fachada de decencia lo que el hombre necesita, sino una verdadera transformación del corazón.

“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2Corintios 5:17).


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¿Qué significa que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia?

Ten Commandments Sculpture Lawsuit
Antes de pasar a considerar el significado de Rom. 6:14, uno de los textos favoritos de los antinomianos, quisiera compartir con Uds. una historia ficticia que escuché hace unos años y que puede ilustrar lo que Pablo nos enseña en este pasaje.

Imaginemos a un hombre que vive en un reino gobernado por un tirano cruel, que tiene a todos sus súbditos sometidos totalmente a su voluntad. Este tirano impone sus deseos malvados sobre cada uno de sus siervos, y en vez de recompensarlos por su obediencia los maltrata y los tortura.

Ante esta terrible situación, el hombre de nuestra historia ha intentado escapar varias veces del reino, pero siempre fracasa en su intento. Pronto se da cuenta de que es imposible escapar de allí. Las murallas que rodean el reino son muy altas, y la única puerta de acceso, tanto para salir como para entrar, siempre se mantiene estrechamente vigilada.

Triste y abatido el hombre de nuestra historia llega a la conclusión de que hay una sola forma de escapar de esta terrible tiranía: a través de la muerte. Así que no le queda más remedio que esperar a que llegue ese momento, pues de ningún modo iba a disponer él mismo de su propia vida.

Pero no lejos de allí hay otro reino, gobernado por un rey justo y bueno, cuyas órdenes y decretos siempre procuran el bien de sus súbditos. Este rey ha logrado libertar a varios de los siervos de aquel tirano cruel, y ahora se dispone a libertar a este otro, sólo que su método de liberación es sumamente extraño.

Como nadie puede escapar de allí si no es a través de la muerte, de alguna manera éste rey bueno y justo se las ingenia para penetrar en la ciudad y matar al siervo oprimido que anhelaba ser libertado de las garras del tirano.

Y ahora que el individuo ha muerto, las autoridades del reino hacen con él lo que se suele hacer en estos casos: lo sacan de la ciudad y lo entierran en el cementerio que está del otro lado del muro. Por fin el hombre ya no se encuentra bajo aquella terrible tiranía; ha sido libertado por medio de la muerte.

Pero ahí no termina la historia. Una vez dejan solo su cadáver fuera de la ciudad, el rey bueno y justo viene al cementerio, lo resucita, y lo lleva a formar parte de su reino de justicia y de bondad, donde este hombre, lleno de gratitud hacia Su nuevo rey, se esfuerza por agradarlo y obedecerlo en todo.

Algo similar es lo que ocurre con el cristiano, de acuerdo a la enseñanza de Pablo en Rom. 6. El cristiano también había sido por un tiempo esclavo del pecado, como todos los hombres lo son. El pecado era un tirano cruel que lo gobernaba a su antojo, un tirano que exigía ser obedecido con una obediencia absoluta y completa, prometiendo siempre una felicidad que nunca daba.

Pero cuando este hombre participa de la gracia de Dios en Cristo, todo cambia repentinamente. Su vida queda unida a Cristo de tal modo, que no solo hay una total identificación entre él y Cristo, sino también una participación espiritual de lo mismo que Cristo participó a través de Su muerte y resurrección.

Noten como Pablo desarrolla esta idea en Rom. 6:1-11. Lo que Pablo enseña en estos versículos es que, en virtud de nuestra unión con Cristo, nosotros hemos muerto con Él y hemos resucitado a una nueva vida.

Hay un misterio en todo esto que escapa a nuestro entendimiento. Dice John Murray al respecto: “Aquí tenemos una unión (la unión del creyente con Cristo) que no podemos definir de una manera específica. Pero es una unión de un carácter espiritual intenso congruente con la naturaleza y la obra del Espíritu Santo, de manera, que de una forma real que rebasa nuestra capacidad de análisis, Cristo mora en su pueblo y su pueblo mora en él” (Redención Consumada y Aplicada; pg. 178).

Aunque no entendamos todo lo que encierra nuestra unión con Cristo, es claro en la Escritura que nosotros estamos unidos a Él desde el mismo instante en que la obra de redención fue aplicada en nuestras vidas, y por lo tanto, como consecuencia de esta unión hemos muerto juntamente con Él, y juntamente con Él hemos resucitado a una vida nueva (comp. Ef. 2:4-6).

Toda nuestra salvación está ligada a esta maravillosa verdad: estamos en Cristo. Ahora bien, ¿qué tiene todo esto que ver con Rom. 6:14?

Como hemos dicho ya, estar unido a Cristo significa entre otras cosas, que hemos muerto con Él, y hemos resucitado a una vida nueva; y eso, en un sentido práctico, implica que el pecado ya dejó de ser nuestro rey. Volviendo a nuestra historia, decíamos que aquel individuo estaba sometido a una férrea dictadura, que en el caso del creyente no es otra que la dictadura del pecado.

Ese pecado no nos dejaba en libertad de hacer lo correcto, no nos dejaba obedecer libremente a Dios, y eso nos ponía en una terrible situación porque todo hombre está obligado a obedecer a Dios.

Como criatura de Dios el hombre no tiene más alternativa que obedecer Sus mandamientos. Pero debido a que es un esclavo del pecado, no quiere ni puede obedecer como debe hacerlo. La ley está sobre él, demandando ser obedecida, pero este no tiene en sí mismo la capacidad de obedecerla.

Eso es lo que significa estar bajo la ley: es estar en la terrible situación de tener que obedecer la ley, pero sin los recursos para obedecerla; teniendo que obedecer la ley, pero al mismo tiempo esclavizado de ese tirano que es el pecado, y que nos mueve a actuar en contra de la ley.

¿Qué ha hecho Cristo por nosotros? Que nos libertó de ese tirano a través de Su muerte y Su resurrección. Al morir juntamente con Cristo, ya no estamos más bajo el yugo opresor del pecado; el pecado dejó de ser nuestro rey.

Si yo muero mañana, el Dr. Leonel Fernández dejaría de ser mi presidente. Yo estoy bajo la autoridad del gobierno dominicano mientras esté vivo y sea dominicano; pero una vez muera, voy a dejar de estar bajo esa autoridad.

Eso es lo que sucede con el cristiano. Él estaba bajo el dominio del pecado mientras vivía en ese reino. Pero al morir con Cristo, ya dejó de estar sujeto a ese dominio (comp. Rom. 6:10-11). El pecado sigue siendo un enemigo para el creyente, pero ha dejado de ser su rey (comp. Rom. 6:12-14).

El pecado no puede obligarnos otra vez a desobedecer a Dios; ¿por qué? Porque no estamos en esa terrible situación de tener que obedecer la ley y no tener ningún recurso para obedecerla, sino que estamos bajo la gracia.

El estar bajo la gracia es contar con todos los recursos que emanan de la gracia en virtud de nuestra unión con Cristo en Su resurrección (vers. 4). ¿Significa esto que el creyente ya no tiene ningún problema con el pecado? ¿Que el pecado ya no representa ningún peligro para nosotros? ¡Por supuesto que no!

Pero el pecado ya no reina en nuestras vidas y, por lo tanto, no puede obligarnos a violar la ley de Dios. El pecado sigue siendo un terrible enemigo, un enemigo astuto; pero en virtud de nuestra unión con Cristo, al haber muerto y resucitado con Él, no tenemos que ceder a las demandas del pecado. Hemos muerto al pecado, dice Pablo, y ahora estamos vivos para Dios.

En Col. 1:13 Pablo lo explica de este modo: Dios “nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y (nos ha) trasladado al reino de su amado Hijo”. Ya no estamos sujetos a ese tirano cruel, sino que con gozo, gratitud y devoción servimos a Aquel que nos ha hecho libres.


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martes, 24 de noviembre de 2009

¿Por qué sufrimos?


Nuestro hermano Xavi posteó en el día de hoy este breve, pero consolador comentario de Malaquías 3:1-4.

“Yo envío mi mensajero para que prepare el camino delante de mí. Y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis; y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros, ya viene», ha dicho Jehová de los ejércitos. ¿Pero quién podrá soportar el tiempo de su venida? o ¿quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores. Él se sentará para afinar y limpiar la plata: limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en justicia. Entonces será grata a Jehová la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos” (Malaquías 3:1-4).

Un pastor explicaba que otro pastor explicaba que había oído a un pastor explicando que en un grupo de estudio bíblico a alguien le llamó la atención de forma muy especial la frase del versículo 3 del capítulo 3 del libro de Malaquías donde leemos:
“Él se sentará para afinar y limpiar la plata.”

Llena de curiosidad, aquella persona buscó por toda la ciudad un orfebre (un platero) y cuando, finalmente, lo encontró -sin decirle que lo que le había llevado allí era el interés por un versículo bíblico- le preguntó:
¿Se sienta usted para refinar y limpiar la plata? A lo que el orfebre contestó: Necesito sentarme para que el tiempo del fuego no exceda lo necesario y así asegurarme que la plata no se estropee.

Impresionada con la respuesta, aquella persona empezó a pensar en lo profunda que era la imagen que describe Malaquías al presentarnos a Dios como un orfebre, sentado (no de pié ni de cualquier manera, sino sentado) para afinarnos, limpiarnos y con un cuidado someternos al fuego del sufrimiento para así moldearnos en santidad… en un proceso personal e individualizado.

Aquella persona ya estaba saliendo del taller cuando, de repente, el orfebre le dijo:
Ah, se me olvidaba… el proceso se da por acabado sólo cuando puedo ver de forma clara y nítida mi propia imagen reflejada en la plata que ha sido purificada.

Aún cuando pueda parecer que no tiene ningún sentido, incluso el sufrimiento y las pruebas (en manos de Dios) contribuyen, tal vez incluso más que cualquier otra circunstancia en la vida, para que nuestro carácter vaya siendo formado y moldeado en conformidad a la imagen de Cristo. De manera que aunque el sufrimiento y el dolor puedan parecer no darnos respuestas -o por lo menos no del tipo que querríamos escuchar- por otro lado sabemos según el testimonio de la Palabra que Dios no sólo permite la prueba, sino que también trabaja a través de ella para nuestro bien.

tomado con permiso de kerigma.net
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Salvos por la fe sola, pero no por una fe que está sola


Una de las doctrinas clave de la Reforma fue la justificación por la fe sola, la enseñanza bíblica de que el hombre no es justificado por sus obras, sino únicamente por la justicia de Cristo, la cual nos es imputada, puesta a nuestra cuenta, por medio de la fe.

Cuando el pecador cree en Cristo su fe le es contada por justicia, dice Pablo en Rom. 4:5. Él confía en Cristo para salvación, y de inmediato la justicia de Cristo es puesta en su cuenta, de tal modo que Dios no ve más sus pecados, sino más bien la justicia perfecta de su Salvador.

Ahora bien, esta buena noticia del evangelio puede ser fácilmente tergiversada cuando no contemplamos todos los aspectos doctrinales envueltos en la salvación. Algunos pueden concluir erróneamente que, ya que no somos salvos por medio de nuestra obediencia ni por medio de nuestras obras, entonces nuestra obediencia y nuestras buenas obras no juegan ningún papel en la vida cristiana.

Esta fue la conclusión a la que arribó uno de los hombres que fue por un tiempo cercano a Lutero durante el tiempo de la Reforma: Johannes Agrícola. Este hombre enfatizó un sólo lado de la doctrina evangélica, la justificación sin obras por medio de la fe, llegando a desarrollar un sistema teológico que el propio Martin Lutero bautizó con el nombre de “antinomianismo”: de nomos, que significa “ley”, precedida de anti, que significa “en contra de”.

Agrícola enseñaba, entre otras cosas:

Que no debemos incluir la ley en nuestra exposición del evangelio

Que no debemos decir al incrédulo que debe arrepentirse por haber violado los Diez Mandamientos

Que la ley no es digna de ser llamada Palabra de Dios

Que el creyente está por encima de toda ley y de toda obediencia

Que nuestra fe y la religión nuevo testamentaria en general era totalmente desconocida para Moisés.

Agrícola pensaba estar defendiendo con sus enseñanzas la doctrina de la justificación por la fe sola, aparte de las buenas obras, pero lo que estaba haciendo en realidad era destruyendo por completo el verdadero mensaje de salvación ofrecido gratuitamente en el evangelio.

La salvación que el evangelio ofrece no nos libra únicamente de la condenación del pecado, sino también de su esclavitud, para que ahora podamos servir y obedecer a Dios con libertad (comp. Rom. 6:17-18).

En 1537 Martín Lutero protestó fuertemente contra toda identificación de la doctrina de la justificación por la fe con el antinomianismo, pero a partir de entonces esta herejía siempre ha encontrado quien la predique en las iglesias.

Muchos al día de hoy no saben quién fue Johannes Agrícola, ni han escuchado jamás este nombre, pero siguen a pie juntillas su tergiversación del evangelio, porque se trata sin duda alguna de una doctrina que apela fuertemente al hombre natural.

Es atractivo a nuestra carne pensar que podemos vivir como queramos, y aun así ser salvos. Es atractivo pensar que podemos vivir como el mundo vive, que podemos tener las mismas metas, los mismos valores, los mismos estándares del mundo, pero aún así pertenecer al reino de los cielos.

El Señor nos advierte en el Sermón del Monte que muchos serán engañados por esta falacia, y finalmente se perderán: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7.21-23)

Estos hombres creían que eran cristianos, estaban envueltos en toda una serie de actividades relacionadas con la religión que profesaban, pero aún así se perdieron. Cristo les llama en el texto: “… hacedores de maldad”.

Y ¿cuál era su maldad? ¿Cómo se manifestaba en un sentido práctico la maldad de estos hombres? La palabra que se usa en el texto, y que se traduce como “maldad”, es anomia, lit. “sin ley”. Estas personas profesaban ser cristianas, pero no mostraban estar sometidos a la voluntad de Dios revelada en Su ley; no se veía en ellos un esfuerzo consciente por obedecer a Dios; no experimentaban hambre y sed de justicia, un deseo ferviente de ser cada vez más santos.

Decían ser cristianos, pero vivían a su manera. Decían seguir a Cristo, pero en realidad seguían los impulsos de su propio corazón; en otras palabras, ellos eran su propia autoridad. Cristo dice en nuestro texto que tales personas se engañan a sí mismas si piensan que son cristianas.

Nadie puede clamar que es un verdadero cristiano si no está dispuesto a someterse a la voluntad de Dios. No somos salvos por obedecer a Dios, ni por hacer buenas obras; pero todos aquellos que han sido salvados por gracia, por medio de la fe, muestran la realidad de la gracia y de la fe a través de su obediencia y de sus buenas obras.

Somos salvos por la fe sola, pero no por una fe que está sola, sino por una que viene acompañada de frutos de justicia (comp. Ef. 2:8-10; Sant. 2:20, 26).

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lunes, 23 de noviembre de 2009

La ley, el evangelio, el amor y el cristiano

Vivimos en una época en la que el antinomianismo ha ganado mucho terreno en las iglesias evangélicas. Un antinomiano, dicho sencillamente, es alguien que rechaza la obediencia a la ley de Dios como una prueba de que en verdad hemos creído en Cristo. La obediencia a la ley no salva, pero el que es salvo por la fe muestra en su vida las marcas de una obediencia sincera, aunque no perfecta, a los mandamientos del Señor.

Para mostrar esto, analicemos algunos textos en la carta de Pablo a los Romanos. Dado que el tema central de esta carta es el evangelio de nuestro Señor Jesucristo, era de esperarse que el apóstol dedicara una buena sección de esta epístola para hablar de la ley moral de Dios, porque sin la ley el evangelio no tiene sentido.

Si miramos la cruz de Cristo, sin tener la ley de Dios delante de nuestros ojos, la cruz queda vacía de todo significado.

Ernest Reisenger lo explica de este modo: “El mensaje primario de la cruz no es: ‘Dios te ama’, sino mas bien ‘la ley de Dios ha sido quebrantada’. Contemplar la cruz sin la ley es como tratar de armar un rompe cabezas (cuyas piezas están sostenidas) en aire ligero. Sin una base sobre la cual conectar las piezas, nunca puede tomar forma una clara imagen de la gracia de Dios. Si, dice este autor, el espíritu de la cruz, es (el) amor eterno (de Dios), pero la base de la cruz es (Su) eterna justicia. Predicar y enseñar la ley salvará el evangelio y el cristianismo del sentimentalismo, del emocionalismo, y de una supersticiosa perversión de la cruz” (The Law and the Gospel; pg. 158).

¿Cuál es el mensaje que el evangelio anuncia a los hombres? Que hay salvación en Cristo por medio de la fe. Pero ¿de qué peligro necesita el hombre ser salvado? Si anunciamos al mundo que hay salvación en Cristo para todo aquel que cree, debemos anunciar primero cuál es el peligro del que necesitamos ser salvos; de lo contrario el evangelio pierde todo su significado.

“Pecador, hay salvación en Cristo”. “¿Salvación de qué?" – pregunta él. "¿Cuál es el peligro que me acecha?” El peligro de tener que presentarte delante de Dios a dar cuenta por tu vida, sabiendo que has transgredido en incontable ocasiones Su santa ley. Es eso lo que nos hace pecadores, el haber violado la ley de Dios; y es de ese pecado, y de todas sus consecuencias, que Cristo vino a salvar a pecadores.

Esa es la argumentación lógica a través de la cual Pablo explica el evangelio en la carta a los Romanos (comp. Rom. 1:16-17, 18; 3:9-12, 19-20; 4:15; 5:13). Pablo ilustra su enseñanza de la relación de la ley con el evangelio con su propio ejemplo en Rom. 7:7-13, donde nos muestra cómo Dios usó la ley para convencerle de pecado.

Así que la ley moral de Dios se encuentra íntimamente ligada al evangelio como el instrumento usado por Dios para revelar al pecador su condición pecaminosa. Es en ese sentido que Pablo nos dice en Gal. 3:24 que “la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe”.

Nunca fue la intención de Dios justificar al pecador por guardar la ley. El que justifica es Cristo, por medio de la fe. Pero la ley es el ayo que nos lleva de la mano a Cristo mostrando nuestro pecado y nuestra total impotencia para poder vivir a la altura de las demandas de la ley en nuestras propias fuerzas.

Pero ¿qué ocurre cuando el pecador viene a Cristo en arrepentimiento y fe? ¿Acaso deja de ser relevante la ley para su vida a partir de ese momento? De ninguna manera. La ley moral de Dios no sirve únicamente para mostrar nuestra condición pecaminosa, sino también para mostrarnos la naturaleza de la voluntad de Dios y cuál es la norma de vida que Dios quiere que nosotros sigamos.

Si somos salvos debemos vivir en santidad, y vivir en santidad no es otra cosa que conformar nuestras vidas al estándar moral resumido en los Diez Mandamientos (comp. Rom. 8:1-4; 13:8-10). Si los Diez Mandamientos no estuviesen en vigor para nosotros, ¿qué sentido tendría que se nos dijera que el amor es el móvil que ha de llevarnos al cumplimiento de esa ley?

“Si amas a tu hermano en una forma correcta, necesariamente vas a cumplir en su favor los Diez Mandamientos”. El antinomiano dirá: “Y eso ¿qué importancia tiene? Yo no estoy interesado en ese documento antiguo; para mí los Diez Mandamientos caducaron en la cruz del calvario. Si cumplo o no cumplo los Diez Mandamientos es algo que no me quita el sueño”.

Esa, obviamente, no era la forma de pensar del apóstol Pablo. Para Pablo era importante la obediencia al decálogo, y coloca el amor aquí en una relación íntima con esa obediencia. En ningún lugar de la Biblia se nos presenta el amor como una alternativa o un sustituto para la obediencia. El amor es más bien el combustible que nos mueve a obedecer.

Comp. Mt. 22:35-40 (el mero hecho de que el amor sea un mandamiento debe ser suficiente para acallar a todos aquellos que ven un antagonismo entre el amor a Dios y la ley de Dios); Jn. 14:21, 23-24 (el mensaje de Cristo no es: “Si me amas, haz lo que te plazca”; Su mensaje es más bien: “Si me amas, guarda mis mandamientos”; 15:10, 12, 14; 1Jn. 5:3.

La Biblia no presenta el amor como una fuerza autónoma que tiene en sí misma la capacidad de definir cuál es estándar de conducta que debemos seguir. La Biblia más bien enseña que el amor es definido por la ley moral resumida en las dos tablas del decálogo.

¿Qué significa en un sentido práctico amar a Dios? Significa tenerlo a Él como nuestro único Dios, adorarle como Él lo ha prescrito en Su Palabra, reverenciar Su nombre y apartar un día de cada siete para adorarle y servirle en una forma especial. Eso es lo que nos enseña la primera tabla de la ley.

Y ¿qué del amor al prójimo? ¿Cómo puedo yo amar al prójimo como a mí mismo en una forma práctica? Allí tenemos la segunda tabla de la ley. “El amor no hace mal al prójimo”, dice Pablo en Rom. 13:10.

Y ¿qué es hacerle mal al prójimo? Violar en su perjuicio cualquiera de los mandamientos del decálogo que tiene que ver con nuestras relaciones unos con otros. El amor no es un mero sentimiento. El amor es una conducta y una actitud definida claramente por la ley moral de Dios. Amar a Dios y al prójimo es igual a: esforzarse en el poder del Espíritu Santo a vivir a la altura de los Diez Mandamientos. El amor es el motivo de la ley, la ley es la definición del amor.

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sábado, 21 de noviembre de 2009

Vientos de Guerra


Desde hace ya cierto tiempo, las relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela han venido tambaleándose, colocando ambos países al borde de un conflicto armado.

La situación ha subido de temperatura luego de que militares venezolanos destruyeran dos puentes peatonales fronterizos sobre el río Táchira, por considerarlos ilegales y porque podrían convertirse en punto de acceso de grupos armados colombianos para penetrar en territorio venezolano.

Si sumamos a esto el reciente incidente entre Chile y Perú (cuando un oficial de la Fuerza Aérea peruana admitió haber revelado a Chile secretos de seguridad nacional) y la situación en Honduras, vemos que el panorama en nuestra América Latina se ha vuelto altamente inflamable.

La pregunta que debemos hacernos ahora es, ¿por qué? ¿Por qué surgen las guerras entre los seres humanos? ¿Qué lleva al hombre a convertirse en el lobo del hombre? La respuesta a estas preguntas pueden resultar muy complejas, pero todas las guerras tienen, en el fondo, una causa común:

“¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? – pregunta Santiago en su carta – ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?” (4:1).

La palabra griega que se traduce como “pasiones” es hedonon de donde proviene nuestra palabra “hedonismo”. El Diccionario de la Real Academia define “hedonismo” como: “Doctrina que proclama el placer como fin supremo de la vida”. El hedonista procura satisfacer sus deseos, pasiones y ambiciones a costa de lo que sea.

El problema es que tarde o temprano el hedonista chocará de frente con los deseos, pasiones y ambiciones de otra persona, y cuando eso ocurra surgirá el conflicto. Esa es la razón, según la Biblia, de por qué existen las guerras, las pequeñas y las grandes, las que enfrentan a dos amigos, a dos esposos, a dos bandos en una misma nación como ocurrió en nuestro país en el año 1965, o las guerras que enfrentan a dos países.

Podemos buscar otras explicaciones sociológicas, políticas, económicas, e incluso religiosas y culturales; y es probable que algunos de esos factores incidan de una forma importante en el conflicto. Pero si seguimos escarbando hasta llegar a la raíz, nos toparemos con el pecado, con el egoísmo del hombre, con su ambición desmedida, su obstinación y su crueldad entre otras cosas.

Las guerras nos recuerdan que el hombre no es ese ser maravilloso que algunos describen, lleno de bondad y de nobleza, sino más bien un ser de contraste, creado a la imagen de Dios, pero al mismo tiempo dañado por causa del pecado; capaz de las acciones más heroicas y elevadas, y al mismo tiempo de los crímenes más bajos y atroces.

El hombre tiene valía por la imagen divina que porta, pero necesita ser redimido debido a su condición caída. Y esa redención sólo se obtiene en Cristo, el Dios encarnado, confiando únicamente en la obra que Él llevó a cabo en la cruz del calvario para pagar nuestra deuda con la justicia divina. Sólo en Él puede el hombre reconciliarse con Dios, y cultivar el carácter necesario para obtener la paz verdadera con otros hombres. “Porque Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Ef. 2:14).


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viernes, 20 de noviembre de 2009

Algunos conceptos erróneos sobre cómo ministrar a los jóvenes


La perspectiva que la sociedad occidental tiene actualmente de los jóvenes, y especialmente de los adolescentes, ha tenido un impacto profundo en la forma cómo muchas iglesias pretenden alcanzar a los jóvenes y ministrarles. He aquí algunos de estos conceptos erróneos.

“Mientras más fragmentado o ‘departamentalizado’ mejor”

En vez de ver la iglesia como un cuerpo, compuesto por personas que provienen de diferentes trasfondos y que se encuentran en distintas etapas de la vida, ahora se intenta dividirla en departamentos para poder suplir las necesidades e intereses de cada uno.

Y aclaro que no tengo ningún problema en que la iglesia trate de llenar las necesidades específicas de ciertos grupos, como suele hacerse en la Escuela Dominical, por ejemplo. Pero el énfasis de la iglesia debe estar en la integración de todos los que componen esa comunidad, no en la segregación.

Dios diseñó la iglesia para que funcione como una familia, y las familias no funcionan segregadas en grupos de interés. Nuestros jóvenes necesitan aprender las Escrituras, e interactuar con los más maduros, porque sólo de ese modo podrán beneficiarse de la experiencia que dan los años y ser de ayuda a su vez a los que vienen detrás.

Como bien ha dicho alguien: “Los jóvenes pertenecen a la familia más extensa que es la iglesia. Como tales, ellos forman parte de una compleja red de relaciones a la cual ellos contribuyen y de la cual son beneficiados. Por supuesto, es natural que los jóvenes tiendan a pasar tiempo con otros jóvenes, pero la iglesia no es una agencia ‘natural’. La iglesia es un fenómeno que solo puede ser explicado por la gracia operativa del Espíritu Santo obrando a través del evangelio de Cristo. Parte del discipulado de personas jóvenes es alentarlos y equiparlos para ser participantes dispuestos en una congregación diversa”.

Y más adelante añade: “Los jóvenes importan, no porque ellos son ‘la iglesia del mañana’, sino porque ellos son parte integral de la iglesia hoy”.

Y lo mismo podemos decir de otros grupos de interés dentro de la iglesia. Los solteros no pueden formar una iglesia dentro de la iglesia, ni los casados tampoco. Nosotros todos somos la iglesia, y todos nos necesitamos unos a otros.

“Para ministrar eficazmente a los jóvenes debemos entretenerlos”

Esta es una idea que ha calado profundamente en muchas iglesias en las últimas décadas. Por cuanto se asume que la juventud lo que quiere es diversión y no responsabilidad, también se asume que debemos hacer todo lo posible por mantenerlos entretenidos.

Y no es que yo piense que haya algo de malo en que un joven se comporte como un joven (comp. Ecl. 11:9-10). Pero lo que Dios usará para salvar a nuestros jóvenes es lo mismo que Él ha prometido usar para salvar a los adultos: el poder del evangelio (comp. Rom. 1:16; 1Cor. 1:17-24).

Y de igual manera, lo que mantendrá a los jóvenes perseverando en la iglesia y poniendo sus dones en operación no son las actividades entretenidas, sino la pasión por nuestro Señor Jesucristo y el evangelio (2Cor. 5:14-15).

“No debemos tener altas expectativas con respecto a la vida espiritual de los jóvenes”

Esa es otra de esas cosas que no se expresan abiertamente, pero que me temo está presente en el trasfondo de muchas de las actividades y programas que se preparan para los jóvenes: “Siempre que se mantengan viniendo a la iglesia, participando del programa de jóvenes, y alejados de los vicios, es suficiente”.

Pero cuando entendemos que desde la adolescencia los jóvenes deben ser tratados como adultos jóvenes, veremos que nuestras expectativas deben ser más altas. Escuchen lo que dicen dos adolescentes al respecto:

“¿Por qué los hombres y las mujeres jóvenes del pasado eran capaces de hacer cosas… a la edad de 15 ó 16 que muchos de 25 a 30 años no son capaces de hacer?”

“La respuesta es que la gente hoy mira a los teenagers a través del lente moderno de la adolescencia – una categoría social de edad y comportamiento que habría sido completamente extraña… no hace mucho tiempo”.

Y no es que estos jóvenes tengan algún problema con el término “adolescente” o “teenager” en sí mismo. Ni aún con el hecho de acepar que los adolescentes se encuentran en una etapa de crecimiento y maduración.

“El problema que tenemos – dicen ellos – es con el entendimiento moderno de la adolescencia que permite, alienta, y aún entrena a la gente joven a permanecer aniñados por más tiempo del necesario”. Y no olviden que eso lo dicen dos adolescentes.

Y cuando vamos a las Escrituras, el mensaje de estos dos muchachos parecen coincidir más con la mente de Dios que el de muchos expertos de la conducta humana en el día de hoy (el libro de Proverbios está escrito para jóvenes que aún están en casa con sus padres, pero a los que se les trata como adultos jóvenes; comp. también Tito 2:6-8).

“Para alcanzar a los jóvenes debemos ofrecerles actividades y programas entretenidos”

La iglesia de hoy parece ser adicta a las actividades y programas, como si allí se encontrara la solución para todos sus problemas.

Y no es que estemos en contra de las actividades, ni mucho menos en contra de los programas, pero erramos al pensar que allí está la solución, y erramos todavía más cuando sobrecargamos la iglesia con un montón de programas y actividades en los que usualmente están involucrados las mismas personas.

Si algo debemos mantener claro en nuestras mentes es que ninguna iglesia puede ser fortalecida a menos que esté centrada en Cristo y en Su Palabra, no en programas y actividades (comp. Col. 2:1-10).

“Para alcanzar a los jóvenes debemos tratar primariamente aquellos temas que inquietan a los jóvenes en general”

Y una vez más debo decir que ciertamente nosotros debemos suplir las necesidades de aquellos a quienes ministramos. Pero no olvidemos que no siempre las personas colocan sus necesidades en el orden correcto de importancia. Más aún, la mayoría de las veces las personas colocan en la categoría de necesidad lo que desean o les resulta atractivo, no lo que realmente necesitan. Escuchen lo que Pablo dice al joven pastor Timoteo:

“Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2Tim. 4:1-4).

Muchos de nuestros jóvenes no pondrían la sana doctrina en una lista de necesidades primarias, pero Dios nos ha revelado en Su Palabra que esa es una parte esencial de nuestra madurez y nuestro crecimiento en gracia (Ef. 4:11ss).

En una entrada posterior veremos algunos consejos prácticos para alcanzar a la próxima generación.


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jueves, 19 de noviembre de 2009

Ministrando eficazmente a los jóvenes: La fragmentación generacional y el relativismo postmoderno

Otro de los elementos que han incidido en nuestra visión de la juventud hoy día es lo que yo he llamado “la fragmentación generacional”. Como vimos en la entrada anterior (“El mito de la adolescencia”), según el psicólogo y educador evolucionista Stanley Hall, se supone que cada generación necesita romper con la anterior, dando por sentado que los jóvenes deben tener su propio espacio y guardar cierta distancia de los adultos.

Esto es algo que no siempre se dice de este modo, pero es una presuposición que está ahí, y que ha llevado a muchos ministerios a fragmentar la iglesia en grupos de interés, en vez de procurar que actuemos como un cuerpo, donde cada parte contribuye al bienestar espiritual del resto.

Leí recientemente la historia de una iglesia que celebraba cada domingo un culto paralelo para jóvenes en el local de la escuela que estaba al lado. Las familias llegaban juntas al edificio de la iglesia, pero entonces los jóvenes se iban a su iglesia de jóvenes hasta los 16 años de edad, y los adultos a su iglesia de adultos.

Todo parecía funcionar bien. Los niños y los jóvenes disfrutaban de un programa adaptado para su edad, mientras los adultos disfrutaban del servicio sin ser perturbados por los niños y los jóvenes.

El problema fue que al llegar a los 16 años todos los jóvenes sin excepción se iban de la iglesia. No sabían cómo hacer la transición, sino que más bien fueron reforzados en esa cultura de segregación.

El tercer elemento cultural que ha incidido profundamente en nuestros jóvenes es el relativismo postmoderno.

El término “postmodernidad” comenzó a ser usado a finales de la década de los 70, para referirse al profundo cambio cultural que se había venido experimentando en occidente, sobre todo a partir de la década de los 60s.

Como su nombre lo indica, la postmodernidad se trata de una reacción al período histórico que hoy conocemos como “modernidad”, en el cual el hombre rechazó la autoridad de la Biblia y de la iglesia, para poner toda su confianza en la capacidad del raciocinio humano y en la ciencia para alcanzar conocimiento verdadero.

El hombre moderno creyó haber encontrado en la ciencia el instrumento a través del cual la humanidad habría de alcanzar un desarrollo sin precedente en la historia. De hecho, a finales del siglo XIX se esperaba con mucha expectativa la llegada del siglo XX, donde muchos de los problemas que habían acosado al hombre a través de la historia serían finalmente solucionados.

Pero ¿qué sucedió? Que no bien habíamos estrenado el 1900 cuando estalló la Primera Guerra Mundial.

• La I Guerra Mundial (1914-1917). Cerca de 9 millones de muertos, a un promedio de más de 6 mil muertos por día.
• Los avances tecnológicos fueron usados para diseñar armas de guerra más mortíferas que nunca.
• La Gran Depresión (1929).
• La llegada del Tercer Reich de Hitler en Alemania y del Fascismo de Mussolini en Italia.
• La II Guerra Mundial (1939-1945). 60 millones de muertos más.
• El Holocausto nazi.
• La Bomba Atómica sobre Hiroshima y Nagasaki (el 6 y el 9 de Agosto de 1945 respectivamente).

El siglo XX ha sido, sin duda, uno de los más violentos de toda la historia humana. Eso trajo como resultado una desilusión creciente en las promesas de progreso de la Ilustración.

Y es sobre la base de esa desilusión que se construye la postmodernidad. El hombre postmoderno mantiene el rechazo a la autoridad de la Biblia y de la iglesia, pero se ha dado cuenta que tampoco puede confiar ciegamente en la razón humana. El problema es que no encontraron nada con qué sustituirla, excepto la intuición y el sentimiento. Ahora se aconseja que cada cual siga su corazón.

Por supuesto, si cada cual debe seguir los dictados de su corazón, entonces no debemos aceptar absolutos de ningún tipo: ni en el terreno del conocimiento, ni en el de la moral, ni en el de los valores humanos. Ahora todo es relativo.

Cada cual tiene derecho a forjarse su propia opinión de las cosas; y cualquiera que se atreva a creer dogmáticamente que algo debe ser universalmente aceptado como verdadero es un intolerante.

He ahí, en pinceladas muy generales, algunos de los elementos que han incidido negativamente en la generación a la que nos ha tocado ministrar a principios del siglo XXI.

La pregunta que debemos hacer ahora es ¿cuál es el impacto que estas presuposiciones están teniendo en el concepto que muchos tienen hoy sobre la forma cómo debemos ministrar a los jóvenes en la iglesia? Espero responder esta pregunta en una entrada posterior.


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miércoles, 18 de noviembre de 2009

El mito de la adolescencia


Si hay algo que parece ser una preocupación común en muchos líderes eclesiásticos en el día de hoy, así como en muchos padres cristianos, es cómo mantener en nuestras iglesias a los jóvenes que han crecido en ella y cómo alcanzar a los que están fuera.

La gente joven no ha dejado de ser “espiritual” a su manera, pero al mismo tiempo parecen manifestar una profunda antipatía hacia la religión organizada, lo mismo que hacia el liderazgo tradicional y hacia las iglesias tradicionales.

Por tal razón muchos piensan que si queremos alcanzar esa generación, y la que viene subiendo, tendremos que hacer cambios dramáticos en la forma como concebimos la iglesia y como llevamos a cabo nuestros ministerios.

Sin embargo, lo cierto es que la iglesia de Cristo ha permanecido en pie por casi 2 mil años, y no ha tenido que estar ajustando su mensaje ni sus principios para seguir alcanzando a las nuevas generaciones.

¿Acaso debemos suponer que los jóvenes de hoy son distintos a los de antes? ¿O será más bien que nosotros hemos adoptado un concepto errado de la juventud, sobre todo de la adolescencia, que está incidiendo profundamente en nuestra visión de los ministerios de jóvenes en la actualidad?

No hay duda de que la sociedad occidental ha sufrido cambios conceptuales en las últimas décadas, sobre todo a partir de la década de los 60s; y es indudable que esos cambios han influido en la manera como la iglesia intenta alcanzar a los jóvenes con el evangelio.

Uno de cambios conceptuales profundos es el mito de la adolescencia. Como bien señala Rick Holland: “Nuestra generación ha asumido una perspectiva de los adolescentes que debe ser demitologizada a la luz de la Escritura… El concepto de la adolescencia ha llegado a ser tan común que pocos se han detenido a desafiar su definición o legitimidad”.

Para muchos puede ser una sorpresa saber que el concepto que hoy tenemos de la adolescencia es relativamente novedoso. No fue sino hasta 1904 que el educador y psicólogo evolucionista Stanley Hall publicó el primer tratado, conocido a la fecha, que señala la “adolescencia” como una etapa particular en el desarrollo de los seres humanos.

En toda la historia humana nunca antes se había dividido el desarrollo del hombre en tres etapas: niñez, adolescencia y adultez. Esto es algo exclusivo del siglo XX. Christopher Schlect nos explica al respecto que Stanley Hall creía que los adolescentes “debían ser separados de aquellos que eran más jóvenes y más mayores que ellos. Más aún, igual que la mayoría de los evolucionistas, Hall también enseñó que cada generación es, o debe ser, superior a la generación anterior y, por lo tanto, necesita romper con aquellos que le preceden. En términos prácticos, este pensamiento ha venido a significar que la rebeldía es el destino de la juventud. Hall, y muchos psicólogos sociales después de él… consideran esta rebelión como algo positivo”.

Por otra parte, este nuevo concepto de la adolescencia ha traído consigo otros problemas que han afectado la manera como la sociedad mira hoy a los adolescentes y como ellos se ven a sí mismos.

En un libro que rastrea el origen de ciertas palabras que han moldeado la forma de pensar de la sociedad norteamericana contemporánea, el autor dice lo siguiente con respecto a la palabra teenager: “En la primera mitad del siglo XX, hicimos un sorprendente descubrimiento. ¡Había teenagers entre nosotros! Hasta ese momento, habíamos pensado que las personas sólo pasaban por dos etapas: la niñez y la adultez. Y aunque la infancia tiene sus momentos tiernos, la meta del niño era crecer lo más pronto posible para poder disfrutar de las oportunidades y asumir las responsabilidades de un adulto”.

Aquí debemos añadir otro ingrediente que en sí mismo fue una bendición, pero que conectado con estas nuevas ideas de la adolescencia han venido a ser un problema. A principios de los 1900, fueron aprobadas varias leyes que tenían la intención de proteger a los niños del trabajo duro al que muchos eran sometidos, al mismo tiempo que la educación escolar vino a ser obligatoria.

Y gracias al Señor que esto fue así. El problema es que poco a poco los muchachos fueron asumiendo cada vez menos responsabilidades y convirtiéndose cada vez más en consumidores pasivos. Y lo que es todavía peor, el mundo comenzó a girar en muchos sentidos alrededor de estos adolescentes consumistas.

Piensen por un momento en la industria del entretenimiento – el cine, la música, la TV, la moda, y un montón de cosas más; la mayoría de esas cosa giran en torno a las preferencias del público adolescente.

Esto ha contribuido a fortalecer la idea de que los años de la adolescencia es una especie de vacaciones antes de entrar a la etapa de la adultez en la que tenemos asumir muchas responsabilidades. Según esta forma de pensar, los adolescentes son incapaces de manifestar competencia, madurez o productividad.

Y el asunto se ha complicado aún más en los últimos años, porque hemos añadido otra categoría que no sé cómo llamarla en español, pero en un artículo que apareció en la revista Time hace un tiempo atrás se les llama en inglés kidults, una mezcla de kid and adults: “muchacho y adulto al mismo tiempo”.

El artículo de Time los describe como hombres y mujeres hechos y derechos “que todavía viven con sus padres, y que visten, hablan y fiestean como cuando eran adolescentes; saltando de trabajo en trabajo y de cita amorosa en cita amorosa, divirtiéndose pero dirigiéndose al parecer hacia ningún lado”.

Terri Apter, psicóloga de la Univesidad de Cambridge, dice: “Legalmente son adultos, pero se quedan en el umbral, a las puertas de la adultez sin atravesarla”. Esto no es más que una consecuencia lógica de haber abrazado el mito de la adolescencia. Si, después de todo, la adolescencia es una edad para divertirse, y la adultez para tomar responsabilidades, ¿por qué no extender esa etapa lo más que podamos? ¿Por qué tenemos que concluirla arbitrariamente al terminar el bachillerato o cumplir los 20 años de edad?

Creo que esa perspectiva de la adolescencia es parte de ese molde al que no debemos conformarnos, como dice Pablo en Rom. 12:2. La visión que la Biblia nos da de los jóvenes es muy distinta a la que la sociedad en general acepta en el día de hoy:

“Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño” (1Cor. 13:11).

“Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar” (1Cor. 14:20).

Pablo menciona únicamente dos etapas en la vida: la niñez y la adultez. En otra entrada más adelante espero que veamos algunas implicaciones de la perspectiva que tenemos de los adolescentes y la forma como les ministramos.

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martes, 17 de noviembre de 2009

Hay ciertas cosas que el Dios omnipotente no puede hacer

La omnipotencia divina ha sido motivo de mucha controversia en la historia de la filosofía. Tomás de Aquino escribió al respecto que aunque “todos confiesan que Dios es omnipotente… parece difícil expresar en qué consiste precisamente Su omnipotencia”.

Algunas personas entienden que imponerle cualquier limitación al poder de Dios, ya sea de tipo lógico o de cualquier otro tipo, minaría seriamente el concepto que el cristianismo histórico ha defendido de la omnipotencia divina.

Sin embargo, si algo podemos aprender al estudiar el concepto clásico de omnipotencia defendido por el cristianismo histórico es que este atributo divino siempre fue entendido como compatible con ciertas limitaciones del poder de Dios. “Hay ciertas cosas que aún un Dios omnipotente no puede hacer”, dice acertadamente Ronald Nash.

Omnipotencia y las leyes de la lógica:

En este punto de la discusión es importante hacer una diferencia entre lo que es físicamente posible de lo que es lógicamente posible. Nash dice al respecto: “Algo es lógicamente posible si su descripción no viola la ley de la no contradicción. Algo es físicamente posible si algunos [seres] humanos lo han hecho en este mundo real”.

Dar 70 home runs en una temporada es físicamente posible porque algunos jugadores de grandes ligas lo han hecho. Cruzar el Atlántico a nado no parece ser físicamente posible para ningún ser humano. Aquino entendió que nada se ganaba analizando la omnipotencia divina en términos de posibilidades físicas. En sus propias palabras:

“Si fuéramos a decir que Dios es omnipotente porque Él puede hacer todas las cosas que son posibles por Su poder sería un círculo vicioso para explicar la naturaleza de Su poder. Porque no estaríamos diciendo nada más que Dios es omnipotente porque Él puede hacer todo lo que es capaz de hacer”.

Más bien deberíamos acercarnos a este tema en términos de lo lógicamente posible. La mayoría de los pensadores cristianos están de acuerdo con Tomás de Aquino en que la omnipotencia divina requiere necesariamente de consistencia lógica y no únicamente de posibilidad física.

Si un acto es lógicamente imposible, también será físicamente imposible. Por ejemplo, hacer un círculo cuadrado. Hacer un círculo cuadrado no es llevar a cabo una obra sino dar expresión en palabras a lo que sería una pseudo obra. Pero el hecho de que un ser no pueda hacer una pseudo obra no tiene nada que ver con una limitación de su poder.

Descartes ha sido uno de los pocos filósofos que se opuso al pensamiento de Aquino. Según él, Dios no puede estar limitado por nada, ni siquiera por la ley de la no contradicción. Un Ser omnipotente debería ser capaz de hacer cualquier cosa, incluyendo aquello que es auto contradictorio.

Uno de los problemas que enfrentamos al tratar con esta aseveración es que resulta imposible de ser cuestionada en un diálogo significativo; ya que cualquier proceso de sana argumentación o refutación parte de ciertas presuposiciones, es imposible argumentar contra alguien que rechaza la regla más fundamental del razonamiento.

No obstante, hay algunas cosas que podemos decir al respecto. Por un lado, aquellos que aceptan la autoridad de las Escrituras deben reconocer que hay algunas cosas que el Dios omnipotente no puede hacer.

Por ejemplo, Dios no puede mentir ni jurar por nadie mayor que Él (comp. He. 6:18, 13). La perspectiva bíblica de la omnipotencia de Dios no es la habilidad de hacer absolutamente todo.

Por otra parte, algunos filósofos han hecho la observación de que es absurdo considerar que algo contradictorio sea realmente “algo”. El filósofo británico Richard Swinburne dice al respecto: “Una acción lógicamente imposible no es una acción. Es lo que es descrito por una forma de palabras que tienen la intención de describir una acción, pero no describe nada que sea coherente como para suponer que pueda ser hecho. No es una objeción contra la omnipotencia de A el que no pueda hacer un círculo cuadrado. Esto así porque ‘hacer un círculo cuadrado’ no describe nada que sea coherente suponer que pueda ser hecho”.

Como bien señala Tomás de Aquino, es más preciso decir que una pseudo obra no puede ser hecha, a decir que Dios no puede hacerlas. Afirmar que Dios puede actuar en contra de las leyes de la lógica es hacer de Él un ser que no puede ser conocido ni comprendido.

Omnipotencia y paradoja:

Algunos filósofos plantean que, aún asumiendo que Dios no puede hacer algo que sea lógicamente imposible, esto no se aplica al problema que se genera cuando preguntamos si Dios puede crear una piedra tan pesada que Él no pueda cargar. Esta acción no parece ser auto contradictoria en el mismo sentido en que hacer un círculo cuadrado es auto contradictorio.

La paradoja que se presenta aquí es muy evidente: Si Dios pudiera crear una piedra tan pesada que luego no pudiera levantar, entonces hay algo que Él no puede hacer (levantar la piedra).

Y si Dios no puede crear una piedra que sea demasiado pesada para que Él pudiera levantarla, sigue habiendo algo que Él no puede hacer (crear esa piedra). En ambos casos, dicen algunos, eso probaría que Dios no es omnipotente.

El filósofo George Mavrodes, en una amplia discusión acerca de esta paradoja, dice que el argumento de Aquino con respecto a la posibilidad lógica puede ser aplicado a la paradoja de la piedra. Por un lado, este planteamiento parte de la presuposición de que Dios es omnipotente; si Dios no fuera omnipotente no existiría ninguna paradoja, ya que la frase “una piedra demasiado pesada que Dios no puede levantar” no sería auto contradictoria.

Pero una vez partimos de la presuposición de que Dios es omnipotente, el argumento de Aquino con respecto a la posibilidad lógica puede ser aplicado al problema. Si decimos de entrada que Dios es omnipotente, entonces la frase “Dios no puede crear una piedra tan pesada que Él mismo no pueda levantar” viene a ser una contradicción.

La acción de crear una piedra que Él no pueda levantar no es más que una pseudo obra que no puede ser hecha y, por lo tanto, no puede ser tomada como una objeción a la omnipotencia de Dios.

En conclusión, la paradoja presentada con la piedra puede ser manejada con el argumento de Tomás de Aquino de que la omnipotencia de Dios no se extiende hacia aquellas cosas que son lógicamente imposibles de hacer.

Omnipotencia y pecado:

Por cuanto pecar es un acto que es tanto lógica como físicamente posible, como vemos en el caso de los seres humanos, ¿cómo podemos decir que Dios es omnipotente si Él no puede pecar? Si Dios no puede pecar, entonces hay algo que es lógica y físicamente posible que Dios no puede hacer.

Tanto Anselmo de Canterbury como Tomás de Aquino lidiaron con esta cuestión. La incapacidad que tiene Dios de pecar, dice Anselmo, parece ser incompatible con la aseveración de que Dios es omnipotente; sin embargo, la habilidad de pecar no es el resultado de tener poder, sino de carecer de él.

Aquino argumentaba de una manera similar al afirmar que “pecar es quedarse corto de llevar a cabo una acción perfecta; por consiguiente, ser capaz de pecar es ser capaz de quedarse corto al llevar a cabo una acción, lo cual es repugnante a la omnipotencia. Por lo tanto, si Dios no puede pecar es debido precisamente a Su omnipotencia”.

Si Dios pecara eso probaría más bien que no es omnipotente. “Carecer de poder [para evitar la perversidad] es ser imperfecto, pero ser incapaz de mentir es una perfección” (Jerome Gellman).

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lunes, 16 de noviembre de 2009

Es imposible para el hombre inventar un plan de salvación como el que se revela en el evangelio


Si hay algo sorprendente en las Escrituras, aparte de lo que ella dice acerca de Dios, es lo que ella revela acerca de la redención. Resulta altamente improbable, por no decir imposible, que un grupo de hombres, sin conexión alguna entre sí, y sin entender ellos mismos muchas de las cosas que escribían, hayan podido diseñar un plan de salvación como el que la Biblia revela desde Génesis hasta Apocalipsis.

Ese es el gran tema de las Escrituras: cómo el paraíso perdido por el pecado del hombre en el huerto del Edén, viene a ser en Cristo el paraíso recobrado. Toda la Biblia gira en torno a ese gran tema: La gloria de Dios en la salvación de los pecadores. En ese plan divino de redención, la Biblia no sólo nos muestra cuál es el camino de la salvación, sino que provee la única explicación coherente y plausible de por qué el mundo está como está.

Todos los intentos que el hombre ha hecho a lo largo de los siglos para explicar la realidad fuera del marco bíblico, han terminado inevitablemente en un atolladero sin salida. Esa ha sido la historia de la filosofía desde los griegos hasta el día de hoy.

Pero la explicación bíblica no sólo es coherente consigo misma sino también coherente con la realidad del mundo en que vivimos. Es por eso que la Biblia sigue siendo tan relevante; ella nos muestra cómo son las cosas realmente y cómo podemos vivir sabiamente en el mundo que Dios creó, independientemente de nuestra época y circunstancia.

Ahora bien, como no puedo desglosar detalladamente el plan de redención revelado por Dios en las Escrituras en un breve artículo, voy a limitarme únicamente al papel central que Cristo, nuestro Señor, jugó en la salvación de los pecadores.

Tan pronto el pecado entró en el mundo el Señor prometió en Gn. 3:15 que de la simiente de la mujer habría de nacer uno que le aplastaría la cabeza a la serpiente, aunque en ese proceso la serpiente habría de herirle en el calcañar.

Un miembro de la raza humana habría de redimir al hombre y volver atrás los efectos de la caída. A través del AT Dios fue preparando a Su pueblo para la venida de ese Mesías proveyéndoles información cada vez más detallada y específica: Sería de la descendencia de Abraham, Isaac y Jacob; sería de la tribu de Judá, de la familia de Isaí, y más particularmente de su hijo David. Y así sucesivamente.

Pero conjuntamente con esa información acerca del Mesías, Dios también le proveyó a Su pueblo todo un sistema de sacrificios por medio del cual podían acercarse a Él, en espera del cumplimiento de todas esas promesas de redención. Y si algo estaba claro en ese sistema sacrificial es que por la salvación de los pecadores un inocente habría de morir para satisfacer la justicia de Dios.

Los judíos creyentes del antiguo pacto no pudieron vislumbrar esto con claridad, pero algunos de ellos se dieron cuenta de que de alguna manera en el plan de salvación diseñada por Dios el Mesías debía padecer amargos sufrimientos (comp. 1P. 1:10-12 con Is. 53:3-7).

Pero hay un aspecto que los judíos del antiguo pacto difícilmente pudieron vislumbrar y era la identidad de ese Mesías por tanto tiempo anunciado. ¿Quién habría de ser la víctima inocente, al que señalaban todos esos corderos sin tacha que fueron sacrificados en el AT?

Ya sabían que no era un ser angelical, porque había sido ampliamente revelado en el AT que habría de ser un miembro de la raza humana, de la descendencia de Abraham, etc., etc.

Pero al mismo tiempo no podría ser un hombre común y corriente, porque toda la descendencia de Adán nace manchada en pecado, y el Salvador debía ser puro y sin mancha para que no muriera por sus propios pecados sino por los de otros.

Para complicar el asunto un poco más, ese Salvador debía poseer en sí mismo un valor infinito porque la deuda que habría de pagar era infinita también. Ya nosotros sabemos que fue precisamente por eso que Dios el Hijo se hizo Hombre, porque el único Ser infinito que existe no es otro que Dios mismo.

Pero ¿cómo podía Dios hacerse miembro de la raza humana, sin dejar de ser Dios y sin heredar los efectos del pecado con los que viene manchado todo hombre desde su nacimiento?

La solución bíblica fue planteada unos 700 años antes del nacimiento de Cristo. Dice en Is. 7:14: “He aquí la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”. El nacimiento virginal fue la solución. De ese modo el preexistente hijo de Dios tomó para Sí una naturaleza humana, creada para Él por el Espíritu Santo en el vientre de María.

De haber nacido por generación normal, es decir, por la fecundación de un óvulo humano con un espermatozoide humano, ese niño hubiese sido una nueva persona. Pero la persona del Hijo ya existía desde toda la eternidad (comp. Is. 9:6). El Señor no podía venir al mundo de otro modo que no fuese a través de una mujer virgen. De ese modo el preexistente Hijo de Dios se hizo Hombre y nació sin pecado, porque no heredó la corrupción de la raza humana.

Ahora, yo me pregunto, ¿entendieron todo esto los autores del AT? Cuando Moisés escribía acerca de todos esos sacrificios, cuando Dios hizo un pacto con Abraham diciéndole que en su simiente serían benditas todas las familias de la tierra, cuando Dios hizo un pacto con David prometiéndole que uno de sus descendientes se sentaría en Su trono para reinar eternamente y para siempre, cuando Isaías escribió del siervo sufriente del Señor en el cap. 53, o cuando profetizó que una virgen habría de concebir, ¿entendían ellos el alcance de todo esto?

¡Por supuesto que no! ¿Cómo pudieron, entonces, revelar un plan de redención que comienza forjarse en el libro del Gn. y que se va desarrollando a través de los 39 libros del AT, para que luego encaje perfectamente en la vida y obra de nuestro Señor Jesucristo?

Intentar explicar esto echando a un lado la inspiración bíblica es sencillamente imposible. De manera que la Biblia no sólo clama ser la Palabra inspirada de Dios, sino que sus evidencias internas confirman abrumadoramente que ella no puede ser otra cosa que la Palabra de Dios.


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domingo, 15 de noviembre de 2009

Tiempo de oscuridad: meditación para el día del Señor


Luego de haber comido la Pascua y haber instituido la Santa Cena, el Señor Jesucristo atravesó con Sus discípulos el arroyo de Cedrón y se dirigió al huerto de Getsemaní. Allí derramó Su alma delante de Dios en oración y fue fortalecido por un ángel para seguir adelante con la obra que había venido a hacer.

Una de las razones por las que Jesús decidió visitar el huerto esa noche, era el hecho de que Judas conocía el lugar, y así el Señor se aseguraba de que Sus enemigos lo encontrarían más fácilmente. En Jn. 18:2 dice que “Judas, el que le entregaba, conocía aquel lugar, porque muchas veces Jesús se había reunido allí con Sus discípulos”.

El Señor no fue tomado por sorpresa aquella noche. Escapar hubiese sido la cosa más fácil del mundo, pero Él evitó adrede cualquier palabra o acción que pudiera ayudarle en Su liberación. En Mt. 26:53 Cristo le hace saber a Pedro que con sólo pedírselo al Padre, tendría a Su disposición más de doce legiones de ángeles. Y en Jn. 18:6 vemos que en el momento en que la turba se presentó a efectuar el arresto y el Señor se identificó a Sí mismo, todos fueron derribados a tierra por un poder milagroso.

Cristo habría podido impedir el arresto, pero no lo hizo porque Él había venido a morir por los Suyos. Después de la agonía de Getsemaní el camino estaba trazado sin posibilidad de cambio: primero el juicio y luego la cruz. Para eso fue al huerto aquella noche, para ser apresado por Sus enemigos.

“Y Jesús dijo a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia del templo y a los ancianos, que habían venido contra él: ¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos? Habiendo estado con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos contra mí; mas esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”.

Es precisamente a estas últimas palabras a las que deseo llamar vuestra atención: “Mas esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”.

Lo primero que estas palabras nos enseñan es que ese tiempo había sido señalado en el decreto divino.

En el texto paralelo de Mateo, en Mt. 26:55, Cristo añade: “Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas”. Dios estaba llevando a cabo Su plan soberano de redención, aunque al mismo tiempo ellos eran responsables de sus acciones. “Uds. decidieron hacerlo en esta hora, cuando hubiesen podido prenderme en otro momento. Esa fue vuestra decisión, pero al hacerlo estaban cumpliendo sin saberlo el decreto de Dios”.

Los que arrestaron a Cristo esa noche y luego lo llevaron a la cruz no lo hicieron en inocencia, como robots programados. No. Ellos hicieron esa noche lo que querían hacer: matar a Cristo, y lo hicieron movidos por su odio, no por el decreto de Dios (comp. Hch. 2:23, 36-38; 3:13-15).

Pero al hacerlo llevaron a cabo el propósito eterno de Dios. “Esta es vuestra hora” – les dice el Señor. Ese era el tiempo que Dios les había asignado en Sus decretos para que ellos hicieran lo que hicieron.

Esto ciertamente es un misterio que no podemos comprender del todo, pero no porque sea irracional, sino porque no tenemos toda la información que necesitamos. Estos hombres odiaban a Cristo y querían llevarlo a la cruz. Pero no pudieron hacerlo hasta que llegara el momento señalado por Dios en Sus decretos (comp. Jn. 2:4; 7;6, 8, 30; 8:20; 12:23, 27; 13:1; 16:32; 17:1).

Pero el texto nos enseña también que esta era una hora en la que Dios había permitido al reino tenebroso del mal llevar a cabo su voluntad.

Como bien señala Frederick Lehay: “Dios había reservado esta hora para Satanás… esta hora era especialmente suya… En esta terrible hora Satanás tuvo rienda suelta. En el caso de Job Dios le puso un límite a la actividad de Satanás. En la experiencia de Cristo no hubo límite para la embestida… Él era libre de hacer lo peor y lo hizo”.

Sólo eso puede explicar la saña irracional que toda esta gente volcó contra Cristo esa noche. Seguramente no ha habido otro tiempo en la historia humana cuando el mal se haya manifestado en todo su horrible poder como en ese momento. El Señor tenía que vencer al maligno en el mismo terreno donde el hombre había perdido la batalla, pero ¡qué precio tan grande tuvo que pagar por ello!

Cristo, nuestro Salvador, tuvo que enfrentarse cara a cara con los poderes del mal, para que nosotros pudiésemos disfrutar hoy de la protección de Dios. Él no tuvo ninguna protección en ese momento porque estaba sufriendo en nuestro lugar el castigo que los Suyos merecíamos por nuestros pecados.

Esta escena de los evangelios nos muestra una vez más cuán grande es el amor de Dios para con Sus elegidos. El Padre entregó a Su propio Hijo para salvar a un grupo de hombres y mujeres que le aborrecían; y Dios el Hijo vino voluntariamente a sufrir las consecuencias de nuestros pecados, para que nosotros pudiésemos ser librados de tales consecuencias (comp. Rom. 8:31-32).

Pero también nos enseña que aún las horas más oscuras están contempladas en los decretos de Dios; y a final de cuentas, Él usará los episodios más terribles para la gloria de Su nombre y el bien de Su pueblo.

Hay ocasiones en las que el diablo desciende con más furor sobre los creyentes (de ahí la exhortación de Pablo en Ef. 6:10-11, 13). Pero aún en esas horas oscuras tenemos que ver a Dios por la fe llevando a cabo Sus decretos eternos.

Nuestro Dios no tiene nada que ver con el pecado (Sant. 1:13), pero el pecado no se escapa de Su control. Y qué bueno que es así. Si el Señor no controlara el pecado, este mundo sería un caos total.

No tenemos toda la información que se requiere para desvelar este misterio, pero la información que tenemos es suficiente para descansar confiados en Aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, cuyo amor es tan grande que estuvo dispuesto a dejar Su trono de gloria, asumir una naturaleza humana semejante en todo a la nuestra, pero sin pecado, y luego vencer al diablo en nuestro lugar, para que nosotros participemos eternamente de Su victoria.

Adorémosle hoy como Él merece, proclamando Su gloria y Sus virtudes, con el gozo de saber que estamos en Sus manos. Independientemente de las circunstancias que nos rodean en estos momentos, Él sigue siendo el único y sabio Dios en el cual podemos seguir confiando en las horas más oscuras y tenebrosas.

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viernes, 13 de noviembre de 2009

¿Es Ud. "triscaidecafóbico"?

Business 2
Quizás se estén preguntando qué significa eso. Pero en realidad es muy simple. “Triscaidecafóbico” es una palabra griega compuesta que significa “temor al número trece” (tris - "tres"; kai - "y"; deka - "diez"; phobia - "temor"). Por alguna razón, que no viene al caso, muchas personas asocian el número 13 con la mala suerte, una mala suerte que se acrecienta cuando en el calendario coincide con el martes (trezidavomartiofobia) o con el viernes (paraskavedekatriafobia o friggatriscaidecafobia).

Este año hemos tenido ya dos viernes trece: en Febrero y en Marzo. Pero aún quedaba un tercero: hoy, viernes trece de Noviembre. Por lo que suponemos que muchas personas supersticiosas deben tener mucho temor.

Por supuesto, las supersticiones son irracionales, pero eso no es un obstáculo para que muchas personas, por demás educadas y académicamente bien equipadas, sean supersticiosas, por más ilógico que sea su temor (escuché a alguien decir una vez: “Yo no soy supersticioso porque eso da mala suerte”).

Y es que, después de todo, en un mundo gobernado por el azar cualquier cosa pudiera ocurrir.

Gracias al Señor, los creyentes en Cristo hemos sido librados de esos temores irracionales, porque sabemos que lo que algunos llaman “destino” no son más que la manifestación de los decretos de un Dios soberano que hace todas las cosas para Su gloria y para el bien de Su pueblo (Rom. 8:28; 11:36).

Si Ud. es triscaidecafóbico, he aquí el remedio para su fobia: reconcíliese con Dios arrepintiéndose de sus pecados y depositando su fe únicamente en Cristo y en Su obra redentora; entonces, y sólo entonces, podrá descansar confiado en la providencia de un Dios amante al que desde ahora y para siempre podrá llamarle “Padre”.

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El Dios que se revela en la Biblia no puede haber sido inventado por los hombres

Si hay un tema controversial, tanto en filosofía como en religión, es el Ser de Dios. A lo largo de los siglos muchos grandes pensadores han disertado acerca de la existencia y naturaleza de Dios; y si algo podemos sacar en claro de esas disertaciones es que difieren en puntos muy importantes.

Sin embargo, cuando leemos los libros de la Biblia no encontramos ni un solo atisbo de discrepancia en la información que nos brindan sus autores, sino más bien una sorprendente y extraordinaria unidad orgánica.

Supongamos que un grupo de personas, con una misma creencia se ponen de acuerdo para escribir una antología acerca de un mismo asunto. Es muy probable que aún poniéndose de acuerdo haya discrepancia entre ellos, y mientras más controversial sea un tema, mayor será la probabilidad.

Ahora imaginen a un grupo de 40 personas, escribiendo acerca de muchísimos temas diversos y sin la menor posibilidad de ponerse de acuerdo porque ni siquiera vivían en la misma época, y que este grupo de hombres escriban 66 libros presentando unidad, coherencia y armonía en todos los temas que tratan, incluyendo temas tan controversiales como el de la existencia y naturaleza de Dios. Eso sería realmente extraordinario.

Pues eso es precisamente lo que tenemos en la Biblia. Estos hombres no se pusieron de acuerdo para escribir una antología acerca de la Persona de Dios. Y sin embargo, no sólo presentan una información perfectamente unificada, sino también extremadamente compleja.

Lo que estos hombres escribieron respecto a Dios está muy por encima de lo que cualquier hombre de cualquier época puede llegar a comprender plenamente. Aún poniéndose de acuerdo es muy improbable que un grupo de hombres haya podido inventarse un Dios como el que se revela en la Biblia.

Echemos un breve vistazo a lo que la Biblia nos revela acerca de Dios y noten ese entrelazado maravilloso de la información bíblica (no leer encabezado).

Dios es autosuficiente y completamente independiente:

En primer lugar, la Biblia nos dice que Dios es auto suficiente y completamente independiente. Eso es lo que los teólogos llaman la “aseidad” de Dios. Esa palabra viene de la frase latina a se, que significa “por sí mismo”. Una frase latina similar que usamos en español es per se. Dios existe por sí mismo. Todas las cosas creadas dependen de Él para su existencia, pero Él a su vez no depende de nada ni de nadie para existir.

Cuando Dios se revela a Moisés en el episodio de la zarza ardiendo y lo comisiona para ir a libertar al pueblo de Israel, Moisés dice al Señor: “He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros”.

No dijo: “Yo era”, ni “Yo seré”, sino “Yo soy”, el eterno presente de Dios, un Dios que permanece siendo el mismo ayer, hoy y por los siglos. Ningún ser humano pudiera decir algo así de sí mismo, porque nosotros somos el resultado de muchos factores.

Yo no soy el que soy; yo soy el hijo que mis padres engendraron, y el que mi padres criaron, y el que absorvió muchas cosas a medida que fui creciendo en el contexto en que crecí. Pero Dios es, sencillamente, el que es. Él no depende de nada ni de nadie para existir, Él no depende de nada ni de nadie para ser quien es.

Cientos de años más tarde, nuestro Señor Jesucristo aludiría a este pasaje al decir a los judíos en Jn. 8:58: “De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy”.

Y es obvio que los judíos entendieron claramente la implicación, porque dice en el vers. 59 que, al escuchar estas cosas, tomaron piedras para arrojárselas. Al igual que Jehová en el AT, el Señor Jesucristo se refiere a Sí mismo diciendo simplemente: “Yo soy”. Nuestro Dios existe por Sí mismo, pero todas las cosas que existen, existen por Él y dependen de Él.

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn. 1:1). En ese principio comenzó el tiempo como nosotros lo conocemos, pero Dios estaba allí antes de que nada más existiera. Y lo mismo se dice de Cristo en el NT.

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios… Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:1-3).

Y Pablo dice en Col. 1:16-17, refiriéndose al Señor Jesucristo, que “en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten (Col. 1:16-17).

Nuestro Dios es el Ser sin causa, pero Él a Su vez es la causa de todo. Él es totalmente independiente, pero todas las cosas creadas dependen de Él.

Dios es infinito
:

En segundo lugar, la Biblia también enseña que nuestro Dios es infinito. Eso quiere decir que Él no tiene límites en Su ser y consecuentemente no tiene límites en ninguno de Sus atributos. Cuando Salomón ora a Dios en la dedicación del templo, dice en 1R. 8:27:

“Pero ¿es verdad que Dios morará sobre la tierra? He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado?”

Y hablando acerca de la grandeza de Dios, dice en Is. 40: “¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados... He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas... Como nada son todas las naciones delante de Él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es” (Is. 40:12, 15, 17).

Y en el Sal. 145:3 dice el salmista: “Grande es Jehová, y digno de suprema alabanza; y su grandeza es inescrutable”. Nuestro Dios es infinito. De no ser así no podría ser autosuficiente ni totalmente independiente. Nosotros somos dependientes porque somos limitados. Todo lo que es causado por otra cosa tiene que tener límites, pero como Dios es la causa sin causa Él no es limitado por nada.

Dios es inmutable:

En tercer lugar, nuestro Dios es inmutable. Eso es algo que se declara en las Escrituras una y otra vez. Dice en el Sal. 102:25-27:

“Desde el principio tú fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú permanecerás; y todos ellos como una vestidura se envejecerán; como un vestido los mudarás, y serán mudados; pero tú eres el mismo, y tus años no se acabarán”.

En Mal. 3:6 el mismo Dios declara que Él no cambia. Y en Sant. 1:17 se le llama “el Padre de las luces, en el que no hay mudanza, ni sombra de variación”. Y una vez más, su inmutabilidad se deriva de los atributos que hemos mencionado ya y de otros que no han sido mencionados.

Si Dios es un Ser completamente independiente, nada externo a Él puede hacerlo cambiar, porque Él no depende de nada ni de nadie. Su aseidad permite su inmutabilidad. Pero lo mismo podemos decir de Su infinitud; si Dios es infinito, eso quiere decir que no tiene partes, ya que nada que tenga partes puede ser infinito.

Eso suena complicado, pero en realidad no lo es. No importa cuántas partes una cosa tenga, siempre puede tener una más o una menos. Pero lo que no tiene partes no posee nada que se le pueda sustraer o añadir. Como Dios no tiene partes porque Él es infinito, por lo tanto, Él no puede cambiar. Nada se le puede añadir, nada se le puede restar.

Dios es Espíritu:

En cuarto lugar, nuestro Dios es un ser espiritual, incorpóreo. “Dios es Espíritu”, dice en Jn. 4:24. De no ser así ninguna otra cosa pudiera existir aparte de Dios, porque Él es infinito. Y no sólo eso; si Dios no fuera un ser espiritual, tampoco pudiera ser inmutable, por lo mismo que decíamos en el punto anterior

Dios es eterno:

El mismo texto de Ex. 3:14 que citamos hace un momento puede ser citado aquí: Dios se revela a Sí mismo como “Yo soy el que soy”.

Sal. 90:1-2: “Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tu eres Dios”.

Is. 57:15: “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo”. Nuestro Dios es eterno. Si no fuese eterno, no podría ser autosuficiente, ni infinito, ni inmutable.

Dios es Uno y es Trino:

Ese es uno de los aspectos más inescrutables del Ser de Dios, pero es algo que se revela en las Escrituras una y otra vez: Gn. 1:1, 26; Deut. 6:4; Mt. 28:19-20. Y así podríamos citar muchísimos textos más.

Ese hecho de que Dios es Uno se deriva igualmente de los atributos. Si Dios es infinito, entonces no puede ser más de uno, porque en todo el universo no cabrían dos dioses igualmente infinitos. Uno estaría necesariamente incluido dentro del otro.

Pero la unidad de Dios también se deriva de la naturaleza de la creación, porque el cosmos creado es un universo y no un “multiverso”. Hay unidad en el cosmos porque todas las cosas que existen fueron hechas por el mismo Creador.

Dios es Personal:

Con esto queremos decir que Dios posee las características esenciales de la personalidad: la capacidad de pensar, sentir y decidir. Por ejemplo, de Dios se dice, no sólo que Él piensa, sino que Él es toda sabiduría y que Su entendimiento es infinito (Sal. 147:5; Sal. 139:2-4; He. 4:13; Mt. 6:8).

Pero Dios también siente (Ez. 18:23; He. 11:6). Y Dios también posee voluntad para decidir (Rom. 12:2; Ef. 1:5; Ap. 4:11).

Si Dios no fuese personal no tendríamos ninguna explicación para el origen de nuestra personalidad, porque sólo una persona puede engendrar o crear a otra persona. Pero si Él no fuese personal tampoco se hubiese revelado en un libro, ni hubiese diseñado un plan de salvación. El Dios de la Biblia no puede ser otra cosa que un Dios personal.

Y así podríamos seguir enumerando un atributo tras otro, y veremos que el Dios que se revela en las Escrituras no guarda ninguna semejanza con los ídolos que la imaginación humana ha producido a través de los siglos.

El Dios de la Biblia, como bien ha sintetizado John Blanchard, “es único, personal, plural, espiritual, eternamente auto existente, trascendente, inmanente, omnisciente, inmutable, santo, un Ser amante, el Creador y Gobernador de todo el universo y el Juez de la humanidad” (pg. 21). Un ser así nunca hubiese podido ser concebido por la mente, como es más que evidente en los dioses que los hombres han inventado. Y ese Dios se ha hecho accesible al hombre a través de Su Palabra inspirada.


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